27/11/08

Todo lo mas por decir


Todo está dicho ya, pero como nadie escucha se tiene que volver a decir. Todo lo más por decir. He aquí la labor del poeta a lo largo de los siglos. Al fin y al cabo, la poesía es de y para sobrevivientes, y ha de estar hecha, como dijo alguien, “con el sosiego de jornadas obligantes”, forjada a lo largo de la vida, a lo ancho del mundo y su misterio.

Todos los poetas dicen “de otro modo lo mismo”, pues —parafraseando a Juan Ramón Jiménez—, todos los poetas son hijos de un país hecho de “bruma, oro y resignación”. Se podría decir incluso que la poesía es “una sola palabra en una casa de espejos” (Roberto Juarroz). Y así podríamos comenzar a hacer digresiones, a plantear “poéticas” y “estéticas” que, como no, cada cual debe tener, pero que bien debe guardarse de prescribirlas públicamente.

Mientras tanto, hoy por hoy, una gran mayoría de personas consideran a los poetas como unos de tantos que solo viven en la memoria de estudiantes de literatura o de críticos desocupados, quienes, con alfileres en la lengua, perdidos en elogios extravagantes y en vehementes condenaciones, especulan sobre lo que no expresan y lo que no desean decir los autores. Así se consideran a los poetas como unos simples cantores sentimentales o unos eslabones literarios. Pero muy por encima de todo esto, la poesía se hace parte necesaria de la conciencia humana y fuerza inextinguible que a cada edad comunica impulso y aliento. Qué mejor que la poesía para ostentar cada vez más veracidad, por encima de las piaras dominantes del presente que rechazan —no comprenden— a la hermosura, incapaces de satisfacer sus sed de hombres con el agua justa y el exacto manantial.

Como gran justiciero, el poeta es gran unificador. Clama contra los que dividen, por soberbia, la unidad del lenguaje, y lo hace variedad infinita de acordes, incansablemente.

Pero, ¿cómo publicar —argumentarán algunos— sin sacrificarse en algo a la tendencia o el grupo vindicativo y omnisciente, para ser comprendido o admitido? Uno, en realidad, se expone a diario a la condescendencia de todos, mucho más si no se instala en el seno de una generación o grupo y deja correr las cosas, dentro de ese mecanismo de los resentimientos concretos o difusos, de los resquicios de envidia combatida, a veces encarnizadamente. La independencia es imperdonable, ya que entraña algo que separa de la contaminación y del ajetreo humanos, del servilismo de opereta y la drogadicción dirigida. La entrevista radial, los enlaces comunicativos de nuestros días. Las letras apuntan hacia un arte de muerte. Y más la poesía, por cuanto ésta dispone de una calidad de atención que no tiene la novela, por ejemplo.

No hace falta más que observar el panorama literario actual para darse cuenta de cómo hay cada vez más poetas “infiltrados” en la novela, en cuanto que persiguen la “sensación” y la “utilidad”, optando por el ruido y la confusión, en un mundo donde poder soñarse el irreal de sí mismo, antes que optar, seguir optando, por el monólogo ardiente y continuado con uno mismo, el soliloquio por la raíz de su propio ritmo, el diálogo, en suma, con las formas, con el objetivo de abrirse el pellejo y mostrarse, lejos de proyectarse hacia el futuro, “lejos de empacharse en lo que al alma impide y embaraza”, por decirlo al modo garcilasiano.

Pero ya los poetas parecen no estar interesados en regresar al reino del mito (¡cuidado, que digo “al reino del mito”, y no a esa mitología de culturalismo recalentado, distante del ritmo natural del poema!); no, ya no parecen estar interesados los poetas en regresar al reino del mito, como la mejor forma de vencer a la época, sino que se interesan en crear ficciones, narrar historias recargadas de embelecos comerciales, respondiendo exclusivamente a la llamada de lo inmediato, suscitando paradójicas ansias, ebrias de eterno. Así, de una escritura requerida por la emergencia (la poesía), pasando de esta manera, a formar parte de esa valoración mecanicista finalista que rige nuestro mundo y, como tal, configurada y formalizada por la norma que rige el valor de la literatura como objeto de mercado.

De hecho, parece ser más rentable detenerse en lo que se sabe, convalidado por el éxito y exaltado por la fama, que nadar contracorriente, con los testículos bien puestos, con la inteligencia alerta y la ética definida.

En fin, ¿por qué andar tras algo de lo que jamás hemos sido privados?


Antonio José Trigo

(Artículo corregido del publicado en la revista Ritmo de Viento, nº 3, 1989, Utrera –Sevilla, pp. 50-51)