22/6/12

Francisco Basallote: “cazador de instantes”

portada Gotas de lluvia



Francisco Basallote: “cazador de instantes”

“Gotas de lluvia” (Guadalturia Ediciones, Sevilla, 2012), otro nuevo ciclo poético que se superpone a la obra que Francisco Basallote produce en círculos concéntricos a modo de impulsiones.

Con el mismo estilo conciso, escueto, parco, cristalino, de siempre, horro de ínfulas, este libro lo pone bajo la advocación de la poesía japonesa, tan querida por él, siguiendo en alza su inclinación a la transparencia, la sugestión y la llaneza, tres de sus metas deseadas, aunque su lírica no alcance —no es su propósito— una actitud orientalizante que transmita serenidad ni calma. El poeta no consigue estar en paz con el mundo, porque sigue pesando la tristeza.

“En este instante vuelve
el cielo a ser el mismo
que una tarde lejana
cubriera mi tristeza”

El título del libro lo extrae de un haikú de Ueshima Onitsura, que pone como epígrafe en “El retorno de los ánsares”, primera parte del libro, donde Basallote contempla el ritmo de las tardes grises del invierno, protegido y a la vez recluido en su habitación, su cuarto:

“…el frío,
el vendaval, las nubes,
la lluvia, el prodigioso
deslumbramiento del ocaso, …”

Expresión directa del instante, que queda fijado en un solo trazo, en la primera pincelada. No en vano, Basallote se define en este libro como “cazador de instantes”. ¿Acaso la memoria no guarda sólo el instante?

“… resplandor
de un instante que permanece
encendido en el flash
de su deslumbramiento.”


¿Cómo no recordar la célebre frase de Gaston Roupnel, según la cual “el tiempo sólo tiene una realidad, la del instante”?. Idea metafísica decisiva de su libro “Siloë”, y que fue tan bien estudiada por Gastón Bachelard en su celebrado libro “La intuición del instante” (1932), donde afirma categóricamente que el tiempo “es un polvo de instantes”.

Pues bien, en esta primera parte del libro, Basallote afirma que “todo se ha detenido…, todo está quieto…, salvo el tiempo que nos engaña… en el débil reloj de nuestro pulso”. Como “cazador de instantes”, logra en su poesía una suspensión del tiempo y una condensación del espacio.

Está detenida la hiedra sobre la tapia, la niebla tras la ventana, el poniente que viene del mar, el vuelo del cernícalo “en el aire frío de enero”, las ramas que se mueven del pino, el pararrayos doblado por el viento, el lirio que crece en la cuesta, y el gorrión en el alféizar. Imágenes que confirman el aislamiento trágico del instante, porque —como bien dijo Bachelard— “el instante es soledad…, (y) el tiempo limitado al instante nos aísla no sólo de los demás, sino también de nosotros mismos, puesto que rompe con nuestro más caro pasado.”

En la segunda parte (“La lluvia de los montes”), bajo la advocación de Issa Kobayashi, vuelve la mirada atrás,

“Y he de volver
a mirar hacia el tiempo
que se esconde en espacios
remotos, en los ámbitos
dispersos del olvido…”

“por si al volverme
quedara algún instante
desprendido del tiempo,…”

Un tiempo que produce un dolor “como agua que pule”. La “persistente lluvia” del invierno, una vez “atravesado los mismos senderos de niebla”, le traslada a su infancia, y entonces (“en la turbia memoria / donde me pierdo”) el viento hiere, pero venciendo al tiempo.

“—no sé porqué todo el recuerdo
son días eternos de lluvia—”

¿Acaso no es el pasado una perspectiva de instantes desaparecidos? ¿Acaso la lluvia no es una evidencia del fluir del mundo, elemento que conecta el presente con el pasado?

“Ésta es la misma lluvia
de aquellos días,
con igual persistencia…”

“No ha cesado la lluvia
como no lo ha hecho el recuerdo,”

“En la lluvia regresa,
tiempo perdido.”

En la tercera parte, y última (“Alquimia”), bajo la advocación del Taniguchi Buson, se recrea en la “excelsa incertidumbre” de la tarde, rumbo cierto “hacia la perenne ceguera” de la noche. Y aquí, de nuevo (como en otros libros anteriores), Basallote sólo ve lo oscuro: “oscuro destino”, “espejo de la nada”, “prisma negro”, “espejo oscuro del olvido”, “cárcava oscura de la raíz de la nada”.

“Sólo eres un reflejo
de tinieblas, imagen
de oscuridad, hueco
que abandona la luz…

(…)

Sólo eres el vacío
donde la incertidumbre
halla la clave oculta
de su espejo, el azogue
perdido de su envés.”

Por eso entendemos que el uso de la palabra “alquimia” como título para esta última parte del libro, es correcto siempre y cuando se refiera (sin ser consciente de ello el poeta) a la fase alquímica de la “nigredo”, donde la materia se repliega en sí misma. Porque la “nigredo” no es sólo el estado inicial de la obra alquímica, sino la cualidad de la materia prima, existente antes del caos o de la “masa confusa”. Dicho con palabras del argot alquímico, la materia negra se hace blanca cuando se rocía con azogue. Esto es, la fase de la “nigredo” llega a la primera meta del proceso (la fase de la “albedo”, el alba), si se purifica con el azogue.

“En el creciente
de Piscis, es la luna
un resquicio de luz,
filamento curvado
en el traslúcido matraz
donde se disuelve lo oscuro
en la incógnita alquimia
de los deseos.”

“… en el mármol oscuro
del friso de las sombras,
frontera de las nubes,
ejerce su liturgia
en los altos ciriales
de los ángeles, arco
creciente de la luna,
claridad o misterio,
alquimia de la luz.”

Sin duda, Basallote, sin ser consciente de ello, está describiendo la fase alquímica de la “albedo”, esto es, el estado argénteo o lunar, pero ahí se queda, ignorando que esta fase debe abrir el camino a la unión y a la fecundación, hasta llegar a la fase final, la “rubedo” o, lo que es lo mismo, la salida del sol. Por el contrario, se queda en el estado lunar, circunscribiendo la alquimia a la concepción dinámica de la transformación de los colores, donde el gris de la tarde vira hacia el negro de la noche.

“Alquimia de azabache
la transmutación del ocaso.”

Y persistiendo en el tono pesimista de siempre, donde las nubes y los pájaros van

“hacia un lugar sin fin
donde habite la nada,
tan oscuro destino.”

“donde juega la luz
a ser estrella
en los vivos fractales
de su desolación.”


Encadenado siempre a la continuidad de los instantes desaparecidos, aunque sin participar en ningún lamento, el concepto del tiempo que tiene Basallote es clásico, en el sentido quevedesco: el tiempo se concibe en su fluir hacia la muerte (la “hora irrevocable”). No es un “tiempo recobrado” (por decirlo a la manera de Marcel Proust), ni es un “tiempo disecado y conservado mágicamente” (a la manera como Borges concebía el libro). Por el contrario, alude en todo momento a la naturaleza corrosiva del tiempo. Los “instantes muertos” son:

“pétalos encerrados
en el espejo oscuro del olvido.”

De ahí su desolación —tras descubrir “la raíz de la nada” en la “cárcava oscura” de la noche—, no de que su “verbo cercenado” esté asediado por el silencio, sino de que pueda estar amenazado por una vigilia estéril, por:

“el dolor de magnolia
herida en los senderos
ocultos del poema
que nunca escribirás.”

Antes ya había advertido que sus pasos

“escriben
sobre oscuros renglones
de olvido, tan silentes,
en la noche del tiempo.”

Y aunque no se atrinchera en el solipsismo con gesto trágico, siente el tránsito que se dirige sin remedio a la nada, la angustia de saberse un ser efímero.

“como sombras de un tiempo
erramos por este ámbito
en busca de los hilos
de la luz, de la urdimbre
de su trama”

Versos que nos trae a la memoria aquel aserto de Píndaro, según el cual el hombre es “sueño de una sombra” que se esconde en los pliegues del tiempo.

Como conclusión, nos atrevemos a afirmar que los elementos que constituyen la base de la unidad de la poesía de Basallote son: la contemplación de lo circundante como vivencia, en la que la poesía forma parte de su acontecer cotidiano, como una suma de impresiones del instante; y la incertidumbre constante como forma de indagación y exploración del mundo y del hombre vistos como enigmas.

En este sentido, Basallote utiliza la pregunta retórica para expresar su voluntad de saber a pesar de la imposibilidad de la respuesta, compartiendo así su angustia con quienes leen sus poemas.

“Qué pasa con el cielo azul
que queda allá tras ese manto
liminar que cercena el horizonte.”


“Hacia qué negra esquina
de la noche esas nubes
vuelan, …”


”Quién rasgará la seda
oscura que te envuelve,
qué mano poderosa,
qué cuchillo de luz
hendirá las volutas
de ese cuerpo de niebla,
de ese negro arquitrabe
de excelsa incertidumbre
en que te eriges, vana
ubicuidad de sombras,
en las altas cimeras
donde nace el olvido.

Quién, qué arcángel fluyente
de espadas encendidas
descenderá a tu seno
de sellados vitrales
para descifrar signos
y cábalas ocultas
en los altos linderos
donde el tiempo culmina
la sed de su vorágine.”

Con estas preguntas retóricas el poeta no espera respuestas, por tanto, no hay conclusiones. Perdón, sí hay una conclusión: la poesía para Francisco Basallote tiene como función la de ser elemento compensador de la incertidumbre que genera la soledad, la vejez y la muerte.



Antonio José Trigo


Alquimista en fase de nigredo

Alquimista meditando en el estado de la "nigredo", al comienzo del "opus"
(De H. Jamsthaler, "Viatorium Spagyricum", Francfort, 1625; citado por Carl Gustav Jung en su libro "Psicología y Alquimia", Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1957, pág. 295)

2/6/12

La Desterrada de Margarita Michelena

Michelena-Margarita


LA DESTERRADA

I
Yo no canto
para dejar testimonio de mi estancia,
ni para que me escuchen los que, conmigo, mueren,
ni para sobrevivirme en las palabras.
Canto para salir de mi rostro en tinieblas
a recordar los muros de mi casa,
porque entrando en mis ojos quedé ciega
y a tientas reconozco, cuando canto,
el infinito umbral de mi morada

II
Cuando me dividiste de ti, cuando me diste
el país de mi cuerpo y me alejaste
del jardín de tus manos,
yo tuve, en prenda tuya, las palabras.
temblorosos espejos donde a veces
sorprendo tus señales.
Sólo tengo tus palabras, sólo tengo
mi voz infiel para buscarte.

Reino oscuro de enigmas me entregaste
y un ángel que me hiere cuando te olvido y callo,
y es lengua doliente y una copa sellada.
Esto es la poesía. No un don de fácil música
ni una gracia riente.
Apenas una forma de recordar, apenas
—entre el hombre y tu orilla—
una señal, un puente.

Por él voy con mis pasos,
con mi tiempo y mi muerte,
llevando en estas manos prometidas al polvo
que de ti me separan, que en otra me convierten
y que es mi frontera inexpugnable,
un hilo misterioso, una escala secreta,
una llave que a veces abre puertas de sombra,
una lejana punta del velo centelleante.

Esto tengo y no más. Una manera
de zarpar por instantes de mi carne,
del límite y del nombre que me diste,
del ser y el tiempo en que me confinaste.
Has querido dejarme un torpe vuelo,
la raíz de mis alas anteriores
y este nublado espejo, teatro apenas
de la memoria que me arrebataste.

Y yo que fui contigo solamente
una sonora gota de tu música oceánica,
lloro bajo la cifra de mi nombre,
en esta soledad de ser yo misma,
de ser entre mi sangre un nostálgico huésped
que su idioma ha olvidado, mas no olvida
que es hoja separada de su ramo celeste.


III

Pero voy caminando hacia el retorno.
Pero voy caminado hacia el silencio.
Pero voy caminando hacia tu rostro,
allá donde la música dejó ya de ser tiempo,
allá donde las voces son todas la voz tuya.

Aún es mi camino de palabras
aún no me disuelves de tu música,
aún no me confundes y me salvas.
Mas tú me tomarás desde el cadáver
vacío de mis pasos,
derribará tu soplo la muralla
y apagará la vacilante antorcha
con que mi voz, abajo, te buscaba.

Recobrarás la espada
que un ángel puso en mi costado
y este sonoro sello que en mi frente
me señaló un destino de nostalgia.
Y callaré. Devolveré este reino
a frágiles palabras.
¿A qué cantar entonces, si ya habré recordado,
si estará abierta entonces esta rosa enigmática?



Margarita Michelena


MARGARITA MICHELENA: LA MUERTE EN SU POESÍA


Nacida el 21 de julio de 1917 en Pachuca. Muerta el 27 de marzo de 1998 en la ciudad de México. Margarita Michelena. Poeta y periodista. Su legado, empero, fue la poesía. Nada mejor hizo en su paso por este mundo. Dentro de su poesía, la presencia de la muerte fue una constante anticipada.
En “La casa sin sueño”, de su libro “La tristeza terrestre”, 1954, dejó dicho: “Miro pasar la sombra. Ya estoy muerta./ He muerto viva. Mi cadáver yace/ entre espejos de llanto y de ceniza.” Sus cenizas dispersas ya en el mar son parte del ustorio cósmico.
Margarita Michelena vivió esperando su muerte. ¿No es esto, queramos o no, lo que todos estamos esperando inevitablemente? En los poemas de “Paraíso y nostalgia”, que datan de 1945, ya escribía: “Yo vivo en este día que no cierra los ojos,/ esperando la muerte de esta amarga dulzura,/ la caída de mi alegría bárbara.”
Vivió, dicho con sus propias palabras, Margarita Michelena, así: “Yo, extranjera en mi carne/ y en mis propios sentidos,/ la visible y ausencia.”
Mujer de extraordinaria inteligencia, poeta de lúcidas visiones y guerra interna con su propia vida, que siempre fue más de una vida. Escuchemos su canto: “Yo puedo ser dos vidas./ A las dos puedo amarlas./ A veces las sorprendo, con su canción,/ A una, jugando con mis cabellos./ Y a la otra matándome/ con su fuego de estrella/ elegida para morir ardiendo.” Mujer de fuegos subterráneos y, como dijera José Gorostiza —“oh, inteligencia, soledad en llamas!”— en combate perpetuo y sin tregua con la inevitable soledad humana, por más que nos vistamos de toda clase de compañías.
Margarita Michelena murió, como todos, mucho antes de morir propiamente.
Continuemos prestando oídos a su canto, que fue la más sincera manifestación de su esencia: “Ajena ya a la vida siempre en joven presente,/ abstraída a la gracia/ de esperar el divino renacer de la muerte,/ yo, cancelada y sola sin huella de esperanza.”
La voz de Margarita Michelena jamás se alza para complacencia de las galerías. Su pureza poética es absoluta. Su canto un clamor integral de contenidos silencios y de una profundidad estremecedora. Canta siempre en duelo de vida y júbilo de muerte redentora. Confiesa: “Yo no he llegado nunca al final de la noche./ Y el mar existe./ Y yo deseo correr/ hacia mi entrega y a mi muerte.” ¿No es la vida, vayamos despacio o con prisa, una carrera hacia la muerte? Sí lo es. La vida, finalmente, no nos aclara la última cuestión. En tanto vivimos no es posible rasgar el velo del misterio. Hay que morir para ver, aunque sea ello un ver sin ver donde la luz lo ciegue todo. Hay que morir para escuchar y descifrar la palabra final o el expresivo y absoluto silencio.
Margarita Michelena, gran poeta, sin embargo, llega a decir: “Sólo he sido un impulso por huir de la muerte”, pero, ¿se puede huir de la muerte? Nadie puede huir de la muerte, no ya de la propia, sino tampoco de la ajena. Vivimos con la muerte al hombro y frente a los ojos. La vida, en realidad, no es más que el esqueleto de la muerte. Inútil querer engañarnos. Y Margarita Michelena lo sabía muy bien, digamos que perfectamente. Es por eso que en “Gris” escribe: “Hay una espesa muerte/ que divide las cosas.”
Es cierto, muy cierto, pero la muerte para Margarita, en “Laurel del Ángel”, 1948, es también “amorosa”. Recordemos: “Sí la amorosa./ La más plena hermosura./ La llama de tiniebla/ y de frescura”. Muerte deseada y soñada: “Y yo era sólo un sueño y el deseo/ de morir.” Vivir es en parte un secreto deseo de morir. En la poesía de Margarita Michelena nos vamos encontrando con harta frecuencia con la muerte: “Algo ya de mi muerte está aquí ahora”. Y continúa: “Ya no me pertenece/ la voz que está cantando a mis espaldas/ y mi puro planeta está llegando/ a ponerse debajo de mi planta/ porque ande mi memoria entre nieve.”
Memorias y olvidos. Vida y muerte. Canto. Únicamente el canto permanece. Margarita Michelena permanece en su canto, en su poesía, donde la muerte, a toda vida, nos habla de esta manera: “Deja que en este punto mi ceniza/ se caiga desde mí, que me desnude/ y me deje a tu orilla, consumada./ Que con brazos de amor —no los tuve—/ llegue por fin a la sortija de oro/ con que el misterio ciñe tus murallas.”
Margarita Michelena, periodista temida, fue por sobretodo poeta, una gran poeta, aún todavía no del todo descifrada y menos admirada y querida, la verdad suele ser antipática. Voz la suya que nos seguirá hablando en sus poemas radiantes de vida y muerte hasta el fondo del ser: “Vivo a veces mi muerte. Me recuerdo./ Adivino mi rostro y sé mi nombre./ Y la puerta se abre. Y yo penetro/ en mi primera identidad y salgo/ de la casa fugaz de mi esqueleto.” Libre ya de su esqueleto, Margarita Michelena, a toda muerte, es decir en plenitud de vida, por aquel “país más allá de la niebla”, entrevisto por ella y, hoy, ya, por ella habitado, en fulgor y clamor de poesía ajena a la cárcel de las palabras, las rimas, los preocupados acentos y otras rejas, vive su muerte en reunión y celebración de vida con los seres que amó y se le adelantaron en el camino, como fueron Efrén Hernández, María del Refugio, Eunice Odio…
La muerte, en suma, es el verdadero y real encuentro con nosotros mismos y con nuestra sagrada tribu espiritual.


Juan Cervera Sanchís

17/4/12

Navegación interior de Francisco Basallote

(A propósito del libro de poemas “Aguja de marear”, de Francisco Basallote, publicado por Ediciones Asociación Amigos de Juan Alcaide, Valdepeñas, 2012, tras ganar el XXXII Premio Internacional de Poesía Juan Alcaide, 2011)

Portada Aguja de marear



Porque un poema no se escribe sin otros poemas, una vez más sale un nuevo libro de poemas de Francisco Basallote. Un nuevo libro de poemas que surge como respuesta a otros libros de poemas suyos. Porque podría decirse que toda su obra poética parece el borrador de un extenso poema que intenta recuperar una determinada luz, a saber: la luz primera. Porque para él la “claridad perdida” es la “claridad primera”, como dijo en su libro “Como agua sobre piedra” (2007).

En este servicio a la luz primera, libro a libro, se advierte siempre cómo el discurso se fuga, se dispersa en múltiples direcciones, ocurriendo que un poema de un libro suyo, para llevarse a cabo, recuerda otro poema anterior, como si toda su poesía fuera un único poema laberíntico. Porque en todos ellos encontramos las mismas recurrencias, las mismas incursiones verbales, las mismas asociaciones, las mismas imágenes, las mismas cadencias, las mismas inflexiones tonales, las mismas sonoridades, los mismos temas reiterados, las mismas cavilaciones melancólicas, la misma atracción por la desesperanza.

Y todo por su parquedad expresiva (tan afín en muchos momentos a la de José Ángel Valente, quien heredó la “otredad del decir” del poeta judío Paul Celan), por su apuesta de huir de alambicados juegos verbales y evitar la multiplicación connotativa, por la aparente modestia de su dicción, su falta de solemnidad, su rechazo de la pompa retórica y el exhibicionismo técnico. El hecho de que le fascine el lenguaje como un lugar, más que de experimentación, de búsqueda de la identidad, y de que neutralice siempre cualquier atisbo de estallido pasional, puede decirse que escribe poemas, no como registros de una historia, sino como salidas a una presión interna, donde el autocontrol no elimina la vibración emocional. Por tanto, son poemas donde hay emoción sin efusión, destacando la brevedad y el despojamiento de los mismos como un resultado, no una búsqueda. Ahora bien, no porque el poema breve se desembarace de todo comentario interno supone que sea bueno. Dicho con otras palabras, la sencillez y la levedad de la escritura poética no interesa nada, si carece de hondura.

En este nuevo libro (“Aguja de marear”), como no podía ser de otra manera, “la luz primera” está ahí (“desde lo más profundo del tiempo”) como “enseña erguida en la batalla”, y también:

“invicta claridad
sobre los últimos despojos
de los días.”

“Qué dolor de la luz
perdida…”

“…la lejana luz
de las llamas perdidas
en los linderos
de sus últimos incendios.”

“Gozo es el recuerdo del arribo a la
primera luz amanecida.”

En consecuencia, este nuevo libro podría definirse como un mapa o ruta de navegación donde la voz poética se ubica “en ese territorio lejano de la nostalgia”, “sin más aguja de marear que la memoria”, yendo, “por última vez, en busca de la luz”. Es indudable que el poeta halla en la metáfora marinera un aspecto y una situación comparable a la navegación poética, en tanto que el mar separa de la tierra natal.

Mientras va descubriendo el signo del viaje (esta travesía de la vida a la muerte que representa), Francisco Basallote va dejando poemas como emblemas en miniatura de la desolación, del desgarramiento de la nostalgia, sosteniendo una cadencia de gran lirismo, por el que se le disculpa la falta de riesgo formal y de compromiso de evolución.

Frente al mar (reino de lo incierto, de la naturaleza indomable y temible), el poeta, “piloto sin derrotero”, con sus “cartas de navegar en la nostalgia”, describe un viaje “en tanta noche oscura” con “tan ligera nave”, llevando
“en el arco del compás la constancia de la duda”; hurgando una vez más:

“en las heridas
que el tiempo deja
en la sensible piel
de los recuerdos.”

Ya lo había dicho anteriormente en el libro “Derrotero de la quimera” (2007):

“Los días como estigmas,
como heridas lacerantes
en el recuerdo.”

Por tanto, los recuerdos encontrados de los pasos anteriores no sirven al poeta para el camino de retorno a la luz primitiva perdida. Porque no la recrea en sí mismo, no la reinventa. Porque no ha emprendido un “viaje de descubierta”, esto es —según conocido concepto naval—, no ha salido a determinada caza, ni a reconocer el horizonte o comprobar si hay enemigos en las inmediaciones. Por el contrario, el periplo que describe se aliena en la nada. No hay correspondencias. No hay restablecimiento de ninguna armonía original. No hay viaje de regreso, porque no tiene esperanza, no cree que retornar sea algo más que reencontrarse. En el mar no hay más que senderos imposibles, no cabe hallar más que rumbos, proyectos de viaje, trayectorias, insignificantes frente a las potencias de la naturaleza. En el mar el barco sólo cede al empuje del viento, que nunca resulta favorable.

En este contexto, Basallote se sabe “huésped de la niebla”, según conocida expresión de Gustavo Adolfo Bécquer, porque él también, “embriagado de niebla”, se adentra “en esta singladura por la niebla” (“la herida de niebla / sobre la mar”),

“en el dédalo
inevitable de tu niebla,
la noche de tu propio
laberinto…”

También procura:

“Hendir la niebla o diluirse en ella,
ser niebla también, inmensa nube
a la altura del corazón,
isla tenebrosa, simulada senda estigia…”

Entre “los celajes de la niebla” (imagen ya empleada en otros libros anteriores, por ejemplo, en “Como agua sobre piedra”, 2007), el esfuerzo por recuperar lo irrecuperable es destinado, fatalmente, al fracaso. Aquí, de nuevo, como en anteriores libros, Basallote:

“anda sin otro derrotero
que tus indecisiones.
No existe otra salida.”

“en su medida la rectitud de la derrota
que diseñaba el viento ausente, …”

“De humo y nada
tu derrotero.”

“en esta derrota de cartas previamente marcadas
por los designios del azar…”

“Como aguja de marear
el hilo de la luz
que me sostiene
en la derrota exacta…”

Está claro que para Basallote el retorno a los lares es un camino inexorable que conduce a la nada, al fracaso. Estamos, por tanto, ante un rehusar cualquier definitivo reconocimiento de sí mismo hasta su derrota, pero sin teleología, sin valor o anhelo trascendente, de ahí que quepa decir que cuando uno se desembaraza de esa realidad que hay más allá de nuestro mundo sensible se cae en una desoladora confirmación nihilista. Porque el hombre vuelve a ser lo que ya es de suyo cuando desciende al fondo oscuro de la memoria y recupera la luz primordial a partir de los “momentos privilegiados” o epifanías.

Enfrentándose, por el contrario, al derrumbe abrumador de todo lo que le ha sostenido, arrancadas sus raíces, rotos sus sueños, el poeta se refugia en la poesía, no sin antes considerar la conveniencia de hacer una somera delimitación del sentido de su “creencia” sobre el azar y el destino.

“Hacia donde el azar te lleve,
allí tu sitio al viento del destino”

“No cambiarás tu suerte
el rumbo, acaso
el desliz hacia el lado de la luz
sea sólo argucia del sextante,
un juego del azar
a que te acostumbra el destino”

“aunque supieras
con toda exactitud tus coordenadas
sólo conocerías
un nuevo punto de partida,
más no el destino”

“sortilegio de las cartas
es el destino del viento”

Queda claro que para él la noción de “destino” (que en su origen, no se olvide, es estrictamente “religioso”) no se relaciona con lo mágico, con lo fantástico y con lo sobrenatural, mucho menos con la noción de “predestinación” de parte de Dios. Porque el hecho de que relacione el “azar” con el “destino” significa que para él no hay existencia paralela a la vida terrenal. Muy lejos de él la creencia de vivir de una manera mágica la cotidianidad. Por el contrario, contrarrestando cualquier pensamiento determinista o finalista, proyecta en el “azar” o la “suerte” la responsabilidad del presente, echándole la culpa de las desgracias o de las fatalidades (no se olvide que esta palabra proviene del latín “fatum”, que significa “destino”). A este respecto, el siguiente poema es concluyente:

“Seguir avante, sólo, como pluma
en brazos del azar o de los vientos
hacia los puertos que el destino asigne
en esta singladura por la niebla,
perdido para siempre el horizonte
de los deslumbramientos, sin sentido
ya, en tanta noche oscura, sin más luces
que esa estrella que arriba se
desprende
de sí por compasión o solidaria
ayuda, referente de los sueños
perdidos en inútiles derrotas
por los mares lejanos donde muere
la luz y todo es duda, territorios
de incertidumbre y de ignominia,
oscuros
senderos de mi suerte, que se quiebran
en la inútil esfera de tu brújula.”

En ningún momento deja margen el poeta a lo que solemos llamar “el misterio” de la realidad. Digamos que tiene fe en el “destino” y el “azar” por temor a lo desconocido, lo indeterminado, lo verdaderamente inexplicable; en el fondo, más sencillamente, por desconocer la realidad. El hecho de dejar al relato de azar como única salida frente a la determinación externa de la vida, aparta de sí toda posibilidad de que el carácter sea destino, esto es, de que la determinación venga dada por la propia constitución del ser. Porque tener destino es alcanzar, llegar a sí mismo.

Si el hombre no es más que un “juguete del azar como la vida”, y el destino una “derrota de cartas previamente marcadas por los designios del azar”, ¿esta vida es real? Si todas las acciones humanas están ya, de antemano, marcadas (o, lo que es lo mismo, cumplidas en alguna otra dimensión), ¿esta vida cuenta, pesa?

He ahí el dilema de quien no cree, porque si esta vida está trazada (es decir, pre-establecida), deberá estarlo en alguna parte, y por un “ser superior”. En consecuencia, esta vida es el trasiego de “la otra” (vida), de lo contrario, no tiene sentido la responsabilidad y la confianza para transformar las situaciones.

Por el contrario, Francisco Basallote vuelve la mirada atrás con desolador desgarro, como siempre; anota una y otra vez la conciencia irrevocable e infinitamente sombría de la pérdida (“un acre sabor en la memoria”); la inutilidad de la esperanza de regresar al pasado, porque los días son “fantasmas de sus sombras en el cuaderno de bitácora”; en definitiva, la “perdición en la nada a expensas del azar”.

“Triangulabas en la carta tu destino,
a compás y a escuadra los límites del azar
y tu vida, como siempre, a expensas
de una incógnita
la de tan larga e irresoluble ecuación
que todavía te empeñas en resolver”

“el signo de tu paso
el anagrama de la estirpe del azar.”

Ya en su libro “Como agua sobre piedra” (2007), donde hay un poema titulado “Derrotero”, apelaba “al azar de una ventura”, confesando que “el tiempo que detienes entre las manos” es, finalmente, “la precedencia de la nada”. En un libro anterior (“Tiempo deshabitado”, 2006), en el que afirmaba: “Desolación / en el templo de la memoria, / desolación y muerte /en el vacío”, una desolación que es “reducto de derrota”, y en el que —“en el camino hacia la noche”, ya descrito en otros libros, y que “es vaticinio de la nada”— pedía: “condúceme por los senderos / ignotos del vacío / hasta el núcleo exacto de la nada”. Y aún en el libro “Derrotero de la quimera” (2007), el azar de nuevo le asedia en una nueva encrucijada, y empleando igualmente términos marineros, “a su destino otorga, / con resignación más que valentía, / el imposible timón de su suerte”, porque “qué difícil es navegar / a barlovento del destino”. “Sólo tú, noche, / me salvarás / si yerra el astrolabio”.

Así pues —continuando con el libro “Aguja de marear”—, “navegando hasta el puerto / donde el destino pone / la palabra final”, el poemario parece tener una atmósfera de despedida. Tras la sombra luminosa de la muerte, el poeta intensifica la angustia ante el carácter irreversible del tiempo y su fluir. Resulta significativo, a este respecto, que la segunda palabra más repetida en el poemario (tras la palabra “luz”) sea el apócope del adverbio “tanto”. Un apócope que se usa —según el DRAE— “para modificar, encareciéndola en proporción relativa, la significación del adverbio”, esto es, para modificar intensificando. Es lo que hace en todos los casos: “Tan ligera”, “a tan blanda”, “de tan larga”, “tan gris”, “tan frágil”, “tan prematura”, “tan alta”, “tan sola”, “tan suave”, “tan embriagadora”, “tan prematura”, “tan breve”, “tan sólo”, “de tan suave textura”, “tan cerca de ti”, “tan breve”; siendo empleado el adverbio completo en sólo tres casos: “bajo tanto esplendor”, “en tanta noche oscura”, “de tanta blancura”.

Pero incluso en este proceso de modificar intensificando, entiende el poema como “arma herrumbrosa”,

“Como una música
que vuela en alas de la tarde,
como una brisa
que duda de su soplo
esperando la noche,
como deseo que se quiebra,
como todo lo incierto
que nace sin destino…

Así el poema,
inacabado en su incertidumbre.”

Ya en su libro “Tiempo deshabitado” (2006), perdido “una vez más / con mis enigmas”, y aún sabiendo que “sólo te salvará / el viento / que teje las palabras”, pese al “innombrable destino / para mi nombre”, confirma:

“A la sombra de un dios vencido
tus armas herrumbrosas.
Es tu desolación
reducto de derrota.”

Y es que para Basallote escribir un poema es como emprender “rumbo a lo incierto, como siempre, ceñido al viento de ventura”, donde “llegar no apremia, sólo el gozo de un sol [poema] nuevo”; “pluma, al fin y al cabo, al aire, juguete del azar como la vida, enjoyada y estéril arboladura”; “…la interminable ruina de los naufragios, inconstante Erato.”

Con esta “inconstante Erato” (Erató, “la amable”, “la amorosa”, la musa de la poesía amorosa para los griegos), Basallote se refiere, sin duda alguna, a la inspiración. Ya se refirió a ella Shelley en su “Defensa de la poesía” comparándola con un “viento inconstante”, al decir que “la creación es como carbón apagado que una invisible influencia, como viento inconstante, despierta a transitoria brillantez”. Por tanto, Basallote se identifica, como Shelley, con “la influencia que no es impulsada, sino impulsora”. El hecho de invocar a la musa de la poesía amorosa (Erató) muestra su obsesión con una poesía que aún está por escribir. Se consume “en las palabras / que nunca pronunciaste, / en el poema / que nunca escribirás”, como dijo en su libro “Tiempo deshabitado”. Porque “la inspiración —en palabras de Octavio Paz— no está en ninguna parte, simplemente no está, ni es algo: es una aspiración, un ir, un movimiento hacia delante: hacia eso que somos nosotros mismos” (El arco y la lira, FCE, México, 1992, p. 179). De ahí que un poeta se salve del desaliento escribiendo el siguiente libro, haciéndolo posible. Y así hasta el final de sus días. En definitiva, se trata del patetismo heroico de quien se niega a claudicar.

Es más, esta necesidad de escribir un libro de poemas tras otro, oyéndose a sí mismo sin querer (a pesar de los desánimos) o, lo que es lo mismo, “representando” el papel de poeta (aunque ronde la sombra del fracaso), se entiende como un ejercicio continuo para exorcizar la tibieza de la melancolía y afirmarse contra la muerte, cuando de lo que se trata es de servir a la luz, anulándose, para transmitirla de la manera más pura. Porque el poeta consigue restituir la luz originaria, la luz primera, que contiene el ser de las cosas, y así salvarlo del tiempo, si sorprende su verdadera intimidad. Esa “santa luz de la serenidad heroica, en el destino más desarraigante o más constante de una tierra natal”, según los términos con que Hölderlin dio testimonio del esfuerzo del poeta por mantener su dignidad. Porque la poesía no es más que la encarnación heroica de la lucha y del rechazo del sufrimiento como la base de la existencia del ser humano, del triunfo sobre el dolor y la mortalidad, y sobre la injusticia social y la soledad. Por el contrario, quien no lo consigue, seguirá buscando el trato que —según él— merece como poeta, mientras se ahoga en las incertidumbres y decepciones que el paso del tiempo le entrega.



Antonio José Trigo