28/12/09

La hora del poeta


A veces una nostalgia tensa cae sobre el alma. Y vivimos las voces de la sombra. La única frontera posible —muro de ojos que comunica con el mar— es la palabra.

De un fragor de raíces brota el canto. He aquí el resplandor de la luz: están naciendo todas las palabras. Se reúne el clamor de un oleaje que combate frente a las playas secretas del idioma. Nunca los trabajos del poeta tendrán fin. Caen las banderas, no la luz: ese latido cósmico que hace mundos posibles para el hombre. Renace en el canto común: nombra, dice las cosas y los seres verdaderos de este mundo. Anuncian y denuncian los asuntos humanos.

El acto poético convierte el instante en tiempo, la pasión en forma y el lenguaje en luz. Este fuego alumbra en la memoria colectiva, para aclarar la humanidad nuestra de cada noche. La palabra del poeta nos revela épica la aventura cotidiana.

La actividad de la poesía consiste en afirmar la vida como el único bien: en entrañarle verdad y significado. Y el oficio de poeta en mirar, en abrir bien los ojos: en fijar lo que mira con instantáneas verbales. La poesía sostiene a las cosas cuando la luz las desampara…, o en el instante justo en que las ilumina y les da existencia. Pues la existencia es forma. Y no hay forma sin luz.

La poesía, frecuentemente se sitúa entre “la aventura y el orden”, siempre al margen de círculos literarios y modas.

La misión de la poesía es ocupar las edades del hombre con el tiempo. El tiempo es el personaje, la “persona” (máscara y deseo) que protagoniza toda actividad poética. El poeta es el antagonista del tiempo. La elección es intransferible, a cambio de una imposible existencia individual. El poeta, en definitiva, es un ser habitado por pueblos en lucha.

Todo poema erige la palabra de un poeta —humanidad reunida— contra el tiempo.

Aunque es un ser veleidoso, piedad, piedad para el poeta: él despluma su alma en las agudas lanzas del porvenir.

La poesía es voz del hombre en el tiempo. Y la hora del poeta, la hora de todos.


Antonio José Trigo
(3 de febrero de 1987)

7/12/09

ARIA





ARIA


(A mi padre, en el segundo aniversario de su muerte)



Porque un día me enseñaste,
con tus hábitos labriegos,
tanto el cauce en donde se elabora
el agua lenta y dura de la errancia,
como el árbol que vierte
su ruina fiel en el alud del fuego,
¿para qué esta oscura sed escondida,
si a mí me dijiste que las palabras
que no llegan a oírse son las únicas semillas
y que entre la flor y el fruto
está la vida, la mismísima vida,
y aun resistiéndote a la saña del olvido
como la rosa anudada al sarmiento,
supiste cómo dejar a un porvenir seguro
aquel momento en el que el invierno último
te mudó en áspero baldío?
¿para qué, si no importa que, ahora,
ya no me envuelva la música
de tu corazón amante del recuerdo,
si allá donde voy siempre llevo tu mirada
ajustada al curso de anchas temperaturas
y tu manera de tocar las cosas
con manos tan ávidas, ¡tan de tierra!?




Antonio José Trigo

(Sevilla, 5 de diciembre de 2009)