27/11/08

Esquemas para una decoracion del agua




Esquemas para una decoración del agua

(1989)

(Publicado en “La Cuerda del Arco”, Sevilla, 1990;
y corregido en el año 2000)



“Si te abres paso al corazón de una gota de agua,
mil océanos puros emergerán de ella.”

Mahmud Shabistari
(siglo XIII)



I

En el nombre de la más alta estación de lluvia
algo pugna por salir de su firmeza como pugna
la ebriedad del vino en el fondo de cepas milenarias,
pero no se sabe por dónde va a brotar, allí,
donde el frío de las piedras corre por el bosque,
allí, donde la redoblada sed afirma
la sentencia estoica de los terrales.

Todo empieza sin ninguna duda
cuando el viento tenaz asola corazones de niebla
dejando ver cómo el horizonte urbano se inedita
a la distancia, con todas sus sombras sin amor logrado,
mientras los desfiles de paisajes,
que siguen los ribazos al decurso de la arena,
reclaman, contra la erosión, la piedra dura
que amontone las horas hasta el cielo.



II

Al abrigo de la espesura, desde abajo de todo,
estalla el corazón violento del agua
entretanto celebran su conquista
los mil ídolos del sol derramando
la ceniza de la noche sobre el revés de los días.
Porque escondiéndose debajo del agua
como el aire se esconde en la voz,
la noche siempre sube de la tierra
sosteniendo una contemplación
de árboles con sus sombras encendidas.

Incluso del musgo que sube de los estanques,
aljibes y fuentes, entre el lodo, las rocas,
los insectos, hasta los dones de la tierra
que se van desagregando como últimas monedas
o diezmos sin rencores (no hay más cuando se quiere),
todo afirma el dominio de la noche.

A partir de ahí, la tensa vigilia de la luna
entallece el agua como un espacio en ciernes
de flor futura y desvertebra la osadía
de sus crespas ondas para que dure,
como magra lluvia, en los días secos,
porque la luna no ocupa lugar en la luna
al comprender un nombre oculto de río
sobre mil montañas como la espada comprende
la herida, y porque donde estaba la noche
finge otra noche al disecar la nostalgia del abismo
contra la obstinación imperturbable de las brumas.

Retratos del agua bajo la noche hundidos,
retratos que el tiempo de la sed acaudala,
porque el agua no distancia, ciñe,
aunque el agua ya no sea la misma en busca
de su mar cautivo hacia no se sabe dónde,
donde “hasta siempre” es tan nunca siempre,
para luego volver como lluvia de muy alto
a dialogar con la germinación de los trigales.

¿Dónde, pues, aquel sólido diseño del agua?
¿Dónde sus bellas furias, hacia qué rumbo oceánico?
¿Dónde sus ocultas pulsaciones doradas?



III

El agua no nació para el quietismo,
rotando en el azogue su elipse mínima
como un relámpago de aguas juntas.
Efímero es su símbolo aciago:
agua que busca la joya del agua
entre mil soles despedazados.
Tan solo después, llena los desiertos
con sus rotundas consunciones,
turba el viento oscuro que mueve
las sombras de la hierba y vuelve,
desbandada, al seno de la luna
donde, para cumplir un último destino,
deposita su arcón de secretas agonías.

Ningún río persiste y, sin embargo,
todos son (incluso aquellos ríos ciegos
y desordenados que no encuentran el mar
donde consumir su nostalgia, que vuelan
en nube cuanto se niegan en cauce;
aquellos ríos inválidos que callan
una canción de campos sin trigos,
de tierra rasgada para ser agradecida).

Aun así, todos los ríos son el mismo río
que se afana en seguir la línea horizontal
que dibuja una mano incógnita, insosegable,
a que está condenado por su origen
de nieve perpetua, de igual modo que todos
los trigales son un mismo trigal enardecido
que anhela ser una miga de pan amasada
por unas manos sedientas de harina y agua.

Pero hay un río en el río que es el río de todo.
Con la arcilla que memórase en sus márgenes
talla para mi sed de todos los caminos
–ya que muero de agua–
la lividez anónima de un esbelto cántaro
que pueda colmar el fuego de la vida.

Agua sin latido, sin onda, sin orilla.
Agua y, sin más, fuego, que torna
a su quietud, saliendo de su agua
como del molde justo del agua primera.

Fuego libre de pájaros que se revuelca
entre el horizonte incapaz de regir
su impaciente manubrio, y la luna
que ahorma el sonante golpeo
del puñal de plata de un viento convocado.
¿Cómo, entonces, del agua negar la corriente
o pasar sin quedar en clara luz serena,
cuando el agua guarda la desazón de los pueblos
y devora el surco manumiso que la nutre?

Si sólo queda la forma de su incendio frío,
mejor dejarla así, sin que la turbe nada.
Después de todo, antes del agua que llamamos
sin voces laceradas que la digan,
existió el rumor que nos nombra
en curvas de gozos temporales.



IV

El agua cubre de ciegos centinelas
los inciertos caminos hace mucho tiempo
deshabitados, y enseña cómo se van los hombres
como quien teme a la noche de ojos de fuego
con cierto aire de rehén de la ceniza.
Por eso el río, que está en la fuente,
sin embargo, continúa, pese a las lóbregas breñas,
con la misma exacta mansedumbre
con que el hombre, que no es más que agua
y aflicción de agua, desciende,
con su vocación de ciervo acosado,
a confundirse con el objeto de su áspero oleaje,
en esa transparencia amanecida
donde se acomodan los frutos del relámpago
como en muro de piedra se acomoda al águila
estructurando su imagen para el vuelo.

¿No es justamente pasar del hueco helado
por donde se fuga lo perpetuo?
Si esto es así, ¡no puede ser de otra manera!,
¿por qué los peces no cercenan el agua
como la carcoma en los muebles?



V

“El tiempo es aún un mar sin orillas.”

Ernst Jünger


No más que agua y aflicción de agua,
el hombre se desviste y, en su desistimiento,
sabe, de pronto, dónde se aposenta aquello
tan otro que es ser él mismo en pie de muerte.
Nada le protege de los oscuros fuegos,
ni siquiera el corazón de los pájaros que cesa
de acelerar su ritmo y da tumbos y tumbos para siempre
bajo el lento remolino de oro del crepúsculo
que se inscribe entre sus ojos y la sombra de sus ojos.

Todo le desposee, como el llanto que bate olvidos
y se irradia hasta hender un hoy que no se rinde
a ser memoria de bronces historiados.

Todo se da prisa a desmentirle.
La voz ya no intercede su mayoría inválida,
porque uno sólo puede hablar con sus voces,
suspenso de otras vidas, y porque no hay artes de morir
sino rumbos desconocidos de sangre mayor.

El hombre ya no sabe qué decir,
ya lo ven, ¡tantas cosas!, mientras exista
la memoria locuaz de la familia
en ardientes mañanas, tan remediadoras,
navegando en la tierra anegada,
nombrando borrosas escaleras, plazas, parques,
y las añaceas de los pueblos del pasado.

En vano es el cuerpo de todo cuanto se abre
entre la semilla que se coge del viento
y la flor que quiere hacer y hacerse fruto.
Sin embargo, ¿quién efunda el impulso
de la mano sobria que arroja la semilla
al surco, que aviva las rodantes cenizas
del júbilo hervor de ocultos crisoles
que recuece el pan en la marmita?

Inútil, pues, correr, precipitarse,
mientras se cierra la cuenta de los días espoleados
para ir de bruces a donde la danza del horizonte
apura, en el febril desdibujo de una llama,
el impulso feroz de los latidos.

La vida entera, ¿qué poca?
¿Qué asir sino aquello que se escapa?
Lo que fue un día claridad en la memoria
hoy es ala que cicatriza mientras sube.

No hay nada más que explicar:
el tiempo es aún un mar sin orillas,
y al hombre ya no le queda más que ir
cayendo de bruces de sueño en sueño,
en lenta ubicuidad, en labor de ceniza,
porque, ¿quién que es no ha sentido
en el lugar del corazón la luz de cada instante
como adentro del fruto la semilla?,
¿quién que es no se ha detenido a mirar,
por el revés del óxido de todas las ventanas,
sus años primeros, y ha sabido, de pronto,
que ya no le queda nada sino averiguar
la calidad del tiempo que ha de caer, inexorable?

Uno pierde la voz, todo sentido,
mientras muere de sed junto al estanque.
Uno cómo persigue en la luz
el momento sin orillas ni desgaste.
La derrota callada de una antigua certidumbre.
La desaparición cordial de la memoria
por esos espacios impunes donde, solísima,
se alcoba la tierna sinrazón de las quimeras.
Y por una vez más, la palabra intentada,
sin premura, que trae el inverso contorno
de la noche y su adivinación de estrellas.

Pero basta ya de derrumbes tercos
y vacías coronaciones ahora que es tarde
y sobre el fondo del cristal llega el invierno.
Ahora es preciso atesorar el pulso animador
que se abre a la celeridad de la vida
y reir y serenarse como nadie lo hizo mejor.
Ahora es preciso cantar de vez en cuando,
antes que se columbre el último telón
y la malicia del fuego reclame su parte,
contra la oscura multitud siempre en acecho
que embosca, a cambio de unas míseras monedas,
la luz de la tierra y el mirador de las sangres.

Aun así, cae y cae sobre la espalda
la gravedad desnuda del látigo
como la arboladura de un velero
de inseguras carenas cae al mar,
o como cae el azadón sobre la duramadre,
en este no poder salirse los pájaros
de la mirada –huéspedes secretos,
que son omisos, aunque ágiles y gozosos–;
en este no desear ya nada y no esperar
ya nunca esperar algún día;
no poder, siquiera, continuar esperando
esa variante súbita del sueño
cuando en la noche el corazón se entrega,
porque real es sólo lo vivible,
este delirio de tanta luz y tanto aliento,
esta vida que se espera mientras pasa,
que no ha de ser o que nos deja.


VI

¿Qué tiempo es éste que no deja ser
al hombre por esas avenidas inconclusas
donde guarda su materia muchas noches,
donde, a salvo del aire que agosta,
ventila la greda removida
como si hubiese recibido la cara encomienda
de vengar su propia urgencia de calcio?

Llamado a contar siempre las mismas hazañas,
se suma al sacrificio de cambiar lo posible
por lo cierto, porque, en ocasiones,
es necesario elegir algo por certeza
y descifrar cuántos silencios hay en el silencio,
no dejando otro clamor que este de cada día
unido para siempre a la avidez de la tierra.

Desnudo, desarmado, vencible,
¿hacia qué playa brusca conduce
la flor primogénita de sus calcificaciones?
Persiguiendo la sed de infinito de sus sandalias
entrega la imagen febril de su júbilo
a la oscura potestad y desliga la mirada,
con sorda lentitud, de la pulcra extensión
donde se han quedado dormidos los nombres
de las barcas que vienen de regreso,
pues pronto el sol irá de puesta.

Como quien tiende las manos hacia el mar
denuncia en la arena sus rastros subrepticios
contra el reflejo calmo que inventa el agua,
y halla, una vez que atestigüa su carne movediza,
la forma de transitar su extrañeza
con un nudo de sol en la garganta,
ya que provisoriamente mañana será polvo
en las sandalias de los que han de venir.

De nuevo a los naufragios que lo dispersan,
en inexactos puertos revive
viejos vaticinios incumplidos
y descarga gimiendo todo el vino
y todo el cereal crecido allá lejos
en la extrema quietud de los llanos.

El agua lo invade y lo confunde en agua
oceanizando su sed de un Dios cierto.
En eso sólo consiste el oficio humano:
en ir a morir pronto al no ser más que agua,
porque al final sólo queda no el agua: su decoración,
en donde no tiene donde el recuento feliz
de lo lejano, lo muy lejano, lo más lejano.


VII

Para lo que no se recobra,
lo mismo es un río que un mar,
de donde es un mal de hombre:
siempre desgranar las falsas pedrerías
de las brújulas que, inútilmente,
enjaezan el tósigo azul del ocaso;
siempre recomenzar, tras la médula gris
del desasosiego, la inequívoca biografía del mar.

No obstante, todo hubiera sido en vano
de no haber sido por las exigüas palabras,
cada día más indóciles,
con que el hombre tala el bosque del silencio
y nos recuerda que todo transcurre
(que es de lo poco que tiene a favor)
como al agua se lo recuerdan
los remos de las barcas que lo cruzan.

Condenado a escuchar únicamente
la canción de ciego que el mar entona,
al hombre no le queda más que aclarar
sus sonidos en el sol del crepúsculo
y guardarlos para el futuro amanecer,
porque el mar, por así decirlo,
siempre ciega al corazón que canta,
enseñándole a saber el silencio,
vaiviniendo su paso, no su historia.


VIII

Sílaba bronca lejos de los atrios
de la nieve, bulléndose con el viento,
al mar lo han encontrado muerto
varias veces de espaldas al cielo
y con tierra sobre su frente hermosa
(¡qué lívida luz o advertencia
había en sus huesos comidos por el aire!).

Las gaviotas reventaron sus ojos
una vez, un día, y se comieron
su corazón (dentro de lo posible,
porque jamás pudieron asomarse
a sus ojos ni hablarle a su corazón).

¿Quién besará ahora sus labios,
sobrecogidos de olvido, quién sabrá
de sus cercos, quién se alzará,
con sigilo lento y misterioso,
en el sitial convicto de su agonía?


IX

“¡Qué cosa más extraña: el barco está en el océano!
¡Mira ahora: el océano está dentro del barco!”

Shayj Abdalqadir al-Yilani


Miro hacia el mar
(algo así como una puerta batiente
que se abre interior dándose a cada rato
contra la rosa abierta del horizonte
que cesa de alejarse),
sabiendo que al otro lado del mar
y su vorágine, parece posible reconstruir
algo que nunca ha rozado la muerte
y guardar este mar entre las horas,
porque hoy siempre será todavía
–como dijo el viejo trovador
que tanto sobaba el río–,
y porque no solo viajamos a través
de la carne, aunque dejemos al cuerpo
entenderse con otro cuerpo
en obstinado coloquio amoroso,
no solo en la ebriedad de su huída
del tiempo a la mentira,
también en la conciencia de suceder
en todas partes desde adentro de sí cada historia,
como viniendo de más abajo que la sangre.

Pero he aquí que el mar, que es mi fábula,
sin inscripciones y exergos que celebren
su memorable historia, siempre me espera
como un viejo rencor, aunque no sepa
quién lo incendia, quién designa su espacio
para un tiempo tan breve, quién disipa,
por rutas ignoradas, la tiniebla abundante
de la rosa, quién legisla las horas ovales
del reloj nocturno de los muelles.

Ya mis naves dispuestas como siempre a partir,
a dejarse exornar con inconclusas carenas
para ir ocupando posiciones cada vez más lejanas
(ya se sabe, un barco es más barco en alta mar),
sigo mi propia luz de rumbo a cielo abierto
con la tabla de mis últimos naufragios
que envuelve al agua y la detiene,
conduciéndome en retorno hacia la fuente
donde el verano esconde, como lluvia extraviada,
las aguas inversas que remontan los ríos,
que declinan, bajo las piedras y las horas,
mis márgenes de sed y paciencia de animal profundo.

Ya el mar dentro del barco, da golpe morirse así
sin invocar en las semillas la constancia del viento,
sin sellar la caricia de este mundo uno y común;
da golpe que el resplandor del día en que mis ojos se pierden
me mate con alegrísima saña sin antes desdoblar las palabras
que son, a menudo, moneda de tercos soles la sílaba.

Pero así es este lugar donde el mar, ola tras ola,
viene triturando la lejanía, y me roba el paso,
y ni siquiera evita el ardimiento del corazón;
de donde ya sólo me queda abandonar, dejar sin mí,
esta luz arrebatada sin lujo de recargo,
y caminar y caminar sobre aguas más limpias,
a fin de reglamentar mis silencios antes que esperar
cómo salen las voces que de tan lejos me acompañan,
porque no pulo mis recuerdos para que se deslíen en paisajes
y porque no soy dueño de la luz detenida en mi mirada.


X

El mar, llamémosle así, fue siempre mi herida,
mas también fue la excitación vencida de mi mirada.
El mar, el mar, reanudando una y otra vez
su precario oficio de marcar el paso de las lunas
sin saber si es un ala caída de no se sabe
qué comba agonía del aire, un espejismo
de mirada candidísima que se beben
los pájaros al girar una rueda de estaciones
o una lluvia extraviada que se olvida en sus memorias.

Aquí me quedo, lejos del mar, a un paso,
como quien vuelve de un largo viaje
a lo que siempre fue cuando no era un adarme de sal,
a lo que nunca dejó de ser siendo un adarme de sal,
sin hacer inventario de restos en la arena,
aunque (siempre que la noche insidiosa lo permite)
le digo al mar que venga a sentarse a mi mesa,
porque –oh paradoja– he de subsistir
como el agua subsiste a pesar del cierzo o la sequía.

Entonces, rota la imagen inventada desde la niñez
y sin espejo donde estar que especula,
el mar me lleva así de la mano y me enseña
que soy, como todo hombre, de la luz que me sigue.


Conil (Cádiz), verano de 1989.