19/1/09

El poema está en las palabras, sólo hay que sacar lo que sobra


“El poeta definirá la cantidad de enigma
que surge, en su tiempo, en el alma universal”

Arthur Rimbaud


I

Hay cosas que pactan unánimemente con el silencio, y no por lo que expresan, sino por el temblor amplio y navegable que encierran: tal las flores, los senderos o los sueños.

El poeta, consciente de ello, toma su pluma cuando siente que no puede hacer de otro modo, y con paciencia de estrella —de una vez y por todas— despierta el silencio de las palabras, porque ahí está todo: la vida pasada en limpio. No le importa que el mundo muera alguna vez, porque quedan siempre los círculos dispersos que lo captan, como signos entre lo oscuro, como señales en lo infinito.

En cierto modo, el poema sale del silencio y vuelve al silencio. De un modo u otro, esta es la conciencia del poeta contemporáneo: la de “autentificar el silencio” (Mallarmé). No en vano, muchos poetas definen su obra como el testimonio de un silencio que quiere expresarse, que lo lleva siempre a gratas dominaciones, contrariamente a aquellos (la gran mayoría) que conciben la poesía como un riesgo compartido contra el silencio.

Es ya un lugar común la opinión de que el poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio. El culto hacia esta estética adquiere incluso un elemento litúrgico de secta religiosa, cuyas implicaciones nos llevarían más allá de lo aquí convenido, por lo que las desarrollaremos en otra ocasión.

Si se nos permite un adelanto, ciertamente herético, diremos lo siguiente: si no tiene caso seguir trabajando en la dura y desolada labor de la palabra, si “la literatura va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición” (si hacemos caso a Blanchot), si “el poema moderno muestra evidentemente una fuerte tendencia al enmudecimiento” (Paul Celan), si se escribe porque no se puede perdonar nunca, ¿qué sentido tiene para el poeta describir, con versos autoinmolatorios, la visión de su trastienda de vigilia o de impotencia, como dando testimonio de lo que se dice?. A este respecto, Yves Bonnefoy resume esta actitud: “un autor de poemas que piense solamente en decirse a sí mismo, en contar lo que cree saber o haber experimentado, sin presentir la insuficiencia de la palabra de la que dispone, no es un poeta; lo sería en mayor medida aquel que, sintiendo esa carencia, opta por el silencio” (1). Muchos son los casos. Por ejemplo, para el poeta francés Bernard Noël: “el silencio nieva en una boca ávida dispuesta a cobijar la primera palabra”, porque pertenece a esa clase de poetas que no quieren “una voz que cifre con una palabra todo lo visible”, sino que “quieren la nieve para unirse al silencio” (2). O el caso de Paul Celan, para quien “nombrar también se acaba” entre “la danza de dos palabras de puro otoño y seda y nada” (3). No obstante, el movimiento elíptico, estricto, radical, de este tipo de escritura, en su cortedad enunciativa, esto es, su retracción, es, sin duda alguna, no su mina de pobreza, desnudez y carencia, sino su forma de crecimiento. Cuando estos poetas encuentran una palabra, no ponen a su lado otra palabra, según las usanzas de Lezama Lima, por ejemplo, sino un abismo. No se trata, pues, de concebir el “nombre exacto de las cosas” que da la Inteligencia, como quería Juan Ramón Jiménez, siguiendo el dogma cartesiano de “claridad y distinción”; se trata más bien todo lo contrario, es decir, de una inversión del proceso: no se trata de encauzar con palabras, de una manera neta, apuntada, sintética, justa, el flujo de la vida interior, sino de moverlas hacia el éxtasis y el instante del éxtasis. En cierta manera, parafraseando a Czeslaw Milosz, es otra línea de defensa contra la purificación esterilizadora que avanza después de Mallarmé. La de una poesía de indicaciones que, al declararse, desaparece.

El poema, por tanto, es entendido como una máquina de signos. Porque el poema está en las palabras, sólo hay que sacar lo que sobra. “El poema —como dice el poeta ecuatoriano César Dávila Andrade— debe ser extraviado totalmente en el centro del juego, como la convulsión de una cacería en el fondo de una víscera”.

El poeta, en este contexto, se confiesa “lector de símbolos”, por lo que no escatima esfuerzos en dejar traslucir su particular cosmovisión. Dado que el tiempo no puede ser encerrado, arrestado, captado, este tiempo de tibia descreencia, sumergido en la pasión furiosa de lo tangible, el poeta vive con la convicción de que la poesía no ha de “decir” sino “hacer”, como una caja de resonancias en medio del griterío inane del mundo. O resiste como el bronce y vibra como la porcelana —como dice José Martí— o no es. Porque la poesía, como el misterio, no puede ordenarse.

Un poema, en definitiva, no es más que un “espacio de configuración” —símbolo igual al del bosque, que como el de Dodona, es el verdadero santuario interior o “daimôn”, junto a la noche del silencio por explorar. El poema no es un espacio físico, como lugar determinado o determinable topográficamente, sino el alumbramiento del alma perdidiza, por cuento la imagen que subyace es la de “la caída del alma a la concreción primaria” (según conocida expresión de Sor Juana Inés de la Cruz), como una forma de inmersión (“inversa ascensión”) en el flujo de la existencia. Entonces es, cuando ineludiblemente se produce un sentido “mandálico” de la escritura: el poeta empieza a ver que tiene que coger un centro, unas figuras, unas semilicadencias arquetípicas, rodeando ese centro, ese lugar, esa luz, esa respiración, en suma, ese amor.

El poema, entonces, se organiza en forma cíclica y en espiral, pese a que pueda parecer algo intrincado, “preambúlico”, por encima del significado, más sutil y sostenidamente inquietante que amenazador, caótico o destructivo. El poema estructurado como un sitio para que la percepción ocurra, donde el contraste interactivo entre la pausa, el “vacío”, el silencio y lo “lleno” pueda hallar su mejor valorización. Por tanto, el poema permanece abierto al sentido enfrentado con el posible lector como un espejo que le devuelve sus duplicidades inagotables, porque no se trata de pretender ofrecer un sentido que se cierre sobre sí mismo, más bien, al contrario, ese sentido ha de avanzar envuelto en densidades de significación donde zumban lo que es y lo que no es, como una especie de estructura polifónica y contrapuntística, donde la palabra es raíz, instrumento, signo y velo. Porque, como explica muy bien Cioran, “si un sentido unívoco se identifica con una obra, ésta se halla condenada sin remedio; desprovista de ese halo de indeterminación y de ambigüedad que halaga a los glosadores y los multiplica, sucumbe a las miserias de la claridad y, al dejar de desconcertar, se expone al deshonor reservado a las evidencias. Si quiere ahorrarse la humillación de ser comprendida, deberá, dosificando lo irrecusable y lo oscuro, cuidando el equívoco, suscitar interpretaciones divergentes y fervores perplejos —índices de vitalidad, garantías de duración” (4). Por lo demás, un poema, aunque oscuro y hasta sombrío, puede aleccionar si es dulce o nos advierte.

Es así que, contra el libro-sumario, en el que cada poema es una “instancia”, el poeta cree, por el contrario, en el poema como “estancia”, en el que el sentido no sea efecto de un progreso lineal, sino simultáneo, donde hasta la palabra no proferida resume el nombre que no conocemos y que en su totalidad nos abarca.

El silencio es tanto el vacío continuo del que vienen las palabras y las palabras como la zona en la que el silencio resuena y a la que los silencios vuelven. El silencio, no como dilema sino como rigor, disciplina, ascesis. “¿Cómo explicar, si no, los silencios entre palabras?”, se pregunta René Daumal: “sólo la poesía podría hacerlo” (5), de donde puede afirmarse que el poema es “silencio que se realiza”. El silencio como tentación y promesa. Porque “enamorado del silencio, al poeta no le queda más que hablar” (Octavio Paz), esto es, no le queda sino fijar el mundo en su precariedad, en su indigencia, consciente de que en esa febril tarea de cubrir el silencio con tejido de nada, la luz es ya tinta y la oscuridad lívida. De hecho, “todos los grandes poetas han dado testimonio, más o menos abiertamente, de sus temores, de su trabajo encarnizado, de su fundamental incertidumbre ante la página en blanco” (6).



II

El silencio “dura”, pero también “se extiende”. Es como una materia que libera sus poderes.

Las palabras son acciones: cortan el silencio indiferenciado. Son los primeros indicios de diferenciación. Son filos, cantos, bordes, aristas. Delinean. Hacen formas. Por consiguiente, la capacidad de las palabras es un vasto depósito para una fuente básica limitada. De donde es fácil descubrir que todo el proceso creacional del poeta no es, en sí mismo, más que significados codificados, y que decodificar los significados no es una adicción a la creación, sino simplemente un “dar voz” a las realidades de la creación, porque aunque las palabras terminen siempre habrá objetos. El mundo existe aunque no llegue a ser lenguaje. Es el colmo de la ignorancia imaginar que el poeta está “descubriendo” algo, o poniendo secretos al desnudo, o resolviendo misterios. En verdad, el epíteto de la originalidad es un sacrilegio de románticos.

Pareciera, entonces, que las palabras fueran un limo que no se ilumina del lado del ser, sino del lado de su agonía, cosa que proclama Antonin Artaud, pero cada palabra —creemos— es un sol innumerable que no cesa de llamar a las cosas por lo que ya no tiene nombre alguno; es una claridad difundida que toma cuerpo con su pleno poder de transformarse.

La fe en la palabra es aquí la concreción de un símbolo. Así, si el universo es la “separación” del hombre y el hombre es su “reunión”, el hombre —en palabras de Octavio Paz— es un emisor de símbolos, un canal de transmisión: “El universo de símbolos es también un universo sensible. El bosque de las significaciones es el lugar de la reconciliación” (7).

Fe verbal: confianza en el poder de la palabra. Cuando el poeta “declara” las realidades de la carne y las cosas del mundo finito está simplemente dando voz a esas separatividades en modelos de significación, que son lo que llamamos “poemas”. Las palabras que emplea no son otra cosa más que las palabras creacionales para la diferenciación de los elementos y organismos. De ahí que el lenguaje no pueda fracasar, pero tampoco tener éxito. Es el sentido, por ejemplo de estos versos de Bernard Noël: “quien quisiera acuñar monedas de lo absoluto, contaría solamente las caras del viento” (8).


El poema es acción. El mundo visible es el reino de la palabra, porque la palabra es incapaz de referirse a aquello que no habita en el mundo todavía. La palabra es raíz, instrumento, signo y velo. El mundo oculto es el reino de las visiones. Por tanto, el mundo oculto es el reino de los conocimientos. El poeta mismo es un intermediario, pues lo sensorial de él mira hacia el mundo visible y sus significados miran hacia el mundo oculto.

En el fondo de las evidencias hay una voz viva que hace de las palabras su mejor pasión. Sin embargo, lo que las palabras separan, el silencio une. Del mismo modo que muchas palabras se pueden reunir en una palabra, una palabra se puede dividir en muchas.

A través de las palabras podemos construir una cosmología, y aprehender una directa explicación o descubrimiento de cómo el hombre y la naturaleza (tomada siempre como ejemplo, no como madre) interactúan.

Detrás, al margen, sobre, por debajo, es decir, entre los intersticios de lo cotidiano, el poeta considera la naturaleza como una escritura cifrada, donde las nubes, los árboles, el viento, el agua, etc., son signos del acrecentamiento de lo oculto en lo visible o, dicho con otras palabras, dan un atisbo de realidad desde el ocultamiento a la presencia. Sin embargo, con todo a favor, lo que tiene nombre, forma, voz, puede aparecer en sus poemas contagiado de ausencia, con tal de hacer ver que los objetos que existen en el mundo no son idénticos a la imagen que de ellos se tiene, siempre incompleta y aproximada, por lo que la poesía ha de intentar comunicar siempre la percepción de lo que subyace tras las apariencias sensibles si no quiere quedarse en un fenómeno o un temor aislado, que se transforma en un destino pegado a una vida y, por ello, a la extensión misma del mundo, con los consiguientes riesgos de prestarse a lo banal, lo fácil y lo sobajado.

De este modo, entrando en estas galerías e interrogando el orden de gravitaciones múltiples e interferidas de la materia, el poeta halla el desarrollo de una exclamación y una sospecha: pudo haber descrito “cosas”, sin embargo la obstinación de sus pies lamidos por la tierra le confirió deseos de iluminar trayectorias.

Indescifrables son las fluencias, los depósitos, las estratificaciones de la materia, cuyo fluir siempre rubrica un laberinto; mas la palabra fugaz, reencontrándose en lo inesperado y en lo inesperado realizándose, a menudo la interpreta. Quizá, por eso, el poeta postula una poética no de la vegetación sino del árbol. Pero su vértigo por entrar selváticamente a la materia sorprendida del poema nunca decrece. A esa dimensión le une una inconformidad, una angustia, un afán desatinado de densas certidumbres.

Su confidencia final es para advertir que, aunque cree estar fuera del mundo por llevar un mundo dentro, con sus raíces y antenas, a veces deja que el mundo participe plenamente de su mundo, de ese mundo suyo que casi le es ajeno de tan suyo, tan sangre.


III

El nombre identifica el objeto, ya sea como cosa o como poseedor de cualidad. Los nombres son los indicativos de la denominación. Los objetos son dinámicos, son acciones concretadas, constantes de energía. Así pues, la capacidad para identificar y denominar el objeto, si no tenemos en cuenta lo dicho, se convierte en una profunda alteración de la realidad sobre la que se construyen las afirmaciones.

Naturalmente, las palabras están todas conectadas con la realidad existencial, en sus tres dimensiones de expresividad, ocultamiento y signo. Una y otra vez, las palabras incluyen en esencia los elementos vitales de la existencia, de donde al poeta no le queda más que ir encaminándose, signo tras signo, hacia la ausencia de signo; ir, en definitiva, hacia esa lógica verbal que sea la transparencia del mundo.

De todo esto es posible deducir que habría que estudiar a cada poeta desde el punto en que se sitúa, ordena y relaciona con el misterio de la vida, porque —parafraseando a Heidegger— cada poeta concentra el mundo en un decir cuya palabra permanece como un brillar suave y retenido, donde el mundo aparece, como si fuera visto por primera vez.

Si la poesía es discurso sobre la ausencia, si los nombres sólo nombran huecos de ausencia, esto nos da un concepto inmediatamente claro y sofisticado del centro del ser humano, su consciencia, no como un depósito de información o un banco de memoria, sino más bien como una nube de imágenes que cubre todos los caminos recorridos, o como alguna semilla —origen que ya contiene dentro de ella la realidad total del cuerpo, y que implicaría cognitivamente, el universo.

Ciertamente, el poeta sabe que las series acumulativas de imágenes contribuyen en gran medida a dirigir la búsqueda de una experiencia estática, aclarando, sobre todo, ese sentido de ámbito como iluminación, tal como ocurre con los mejores poemas sufíes, cuyas referencias pueden transitar por debajo de su exploración, sin significar nunca pretextos o apoyaturas intelectuales, estando aceptados e incorporados como elementos sustentadores de su pensamiento. Ya lo dijo Paul Valèry: “El pensamiento debe estar oculto en los versos como la virtud nutritiva en un fruto”. En suma, todo señala en una universal concordancia.

Las palabras están ya “aquí”, dada la capacidad genética del organismo. Sólo cabe distinguir cómo las palabras reconocen su inermia o su deslumbramiento.

El poeta encuentra dentro de sí mismo todo el universo, no en metáfora sino en realidad, no sólo en el significado sino también en lo sensorial. El universo es su exterior y él es el interior del universo. El Universo es su sensorio y él es el significado del universo. Sin el lenguaje, esta realidad no sería conocida por el poeta. El poeta reúne y separa.

Sólo el poeta comprende que es absurdo separar el lenguaje del hombre de forma que el hombre pueda concebirse existiendo sin él, llegando a él, o saliendo de él, porque el estudio del lenguaje como una cosa-en-sí-misma es un tipo de psicosis.

Está obligado, por consiguiente, a una concepción del lenguaje como parte de un texto biológico y ecológico que consiste en el hombre-en-el-mundo que está expresando al mundo y a sí mismo.

Las palabras no están separadas, de ninguna manera concebible, de esta realidad biológica que incluye el cortex que almacena y al mismo tiempo decodifica las señales del lenguaje.

No se puede dar sentido a la existencia sólo con lo que es exterior. Porque toda sed de sentido sólo se sacia en las comunicaciones de la claridad, por lo que hay que añadir el concepto de interioridad o “reunión”. De lo contrario se trata de una perversión: la de separar el lenguaje del ciclo de vida en que funciona y amputarlo quirúrgicamente del hombre.

A través de este método, el único recurso posible es restituir y avivar los sentidos interiores, porque como nos previene San Juan de la Cruz: “si es espíritu, ya no cae en sentido, y si es que pueda comprenderlo el sentido, ya no es puro espíritu”. El poeta, por lo tanto, debe continuar la línea trazada por George Bataille, según la cual “la poesía no es un conocimiento de sí, y menos aún la experiencia de un lejano posible (de lo que anteriormente no existía) sino la simple evocación con palabras de posibilidades inaccesibles”.



IV

En las palabras hay una tensión subyacente de opuestos que forma el modelo de punto / contrapunto sobre el que se erige el poema. En todas las realidades de la creación hay signos para los que aceptan. El signo no es la cosa en sí misma. El signo está ahí para ser conocido, porque no lo ha inventado el hombre. El signo es un modo dinámico de aprehender la cosa al tiempo que se reconoce su “cosidad”. El signo es el modo de reconocer la cosa y el significado, no como dos, sino como uno, y simultáneamente. Es la cosa aprehendida por medio de un modo de cognición que entiende el significado y el objeto en una sola experiencia directa. No es etiquetar. Nombrar es indicar, esto es, poner la luz de cada cosa eficazmente. Reconocer signos es un proceso transformativo de hacer dinámico el universo de la forma.

De lo que se trata es de la capacidad de conocer a un cierto nivel por experiencia directa. Los signos son puntos de encuentro entre la escritura y el silencio. Tanto el cambio como las oposiciones dinámicas están indicadas por los signos.

Los signos deben ser leídos, decodificados. Toda la realidad creacional puede ser reconocida sensorialmente como significados. El signo es el punto de reconocimiento, el punto de ignición del entendimiento. Entonces, ¿de qué sirve que los poetas inventen una narración que explique la existencia, cuando las realidades de la creación ya son una lectura lineal de cómo-es?. La respuesta nos la sugiere Octavio Paz: “la poesía enfrenta la pérdida de la imagen del mundo. Por eso aparece como una configuración de signos en dispersión, imagen de un mundo sin imagen” (9).

El poeta entiende el mundo por el mundo. Por consiguiente, entiende el mundo leyendo el mundo. Pero “¿cómo hay que leer el mundo? —cuestiona René Ménard— ¿A través de un pensamiento relativo a nosotros mismos y disociador, de las palabras por entero cargadas de Historia, de mitos y de símbolos, o a través de un pensamiento reconciliado, unitario, donde las palabras de nuestro propio lenguaje no son ya sino signos de una extrema exactitud elegidos y ordenados según una evidencia exterior? La Poesía, ¿es un movimiento de Hombre hacia el mundo o un llamado del mundo al Hombre? ¿O bien es de los dos a la vez, o bien sólo hay poetas de una o de otra subordinación?” (10). Estos son realmente los temas de reflexión que hay que proponer. De momento lo que interesa es adquirir la capacidad de reconocer los signos, porque el conocimiento más alto es la indicación más alta. De lo contrario, deslumbrado por los significados que se hacen cada vez más sutiles, uno acabará ofuscándose en la incoherencia.

El entendimiento nos sacará del silencio a la plena declaración abierta de las formas y nos llevará atrás hasta que sólo pueda decir palabras, y de aquí al silencio de nuevo. Pero al final el silencio es diferente. El silencio del final no es el silencio del comienzo. Entre ambos se encuentran las grandes declaraciones del conocimiento.

El poeta no participa de esa ignorancia profunda y arrogancia oscura que ve el concepto de existencia como incompleta, como inacabada, como necesitada de asistencia. Combate, pues, la esterilidad del estilo de vida del poeta romántico, el vacío nada prometedor de su contorno biográfico, porque ello sólo ha puesto en claro que el poeta romántico como ser humano es incapaz de encender la imaginación humana. El poeta romántico es un producto histórico sórdido. Ninguno de sus sondeos ha alcanzado la roca de la existencia. Más bien todo lo contrario, ha quitado al conocimiento su fin último, y ha creído en la belleza como un imperio al lado de la realidad, como si él pudiera dar las leyes al mundo.

Bajo la pregunta aparentemente poética está el simple tormento de una persona enferma que encuentra intolerable la entrega total a la existencia o, lo que es lo mismo, la iluminación desnuda, el encuentro súbito con el “cómo” de las cosas. Donde quiera que se vuelve, está la cara de silencio. No encuentra un reto a contemplar directamente la existencia. No comprende que ella misma se le explica a través de las indicaciones de su poder en las realidades de la creación. Por eso necesita a los hierofantes. Necesita entregar su vida y su muerte a quienes le quitan la existencia de sus manos y le hacen esclavo de su actividad de producción mágica e inútil.

Donde quiera que se vuelve, allí está la cara de silencio. No está el silencio sino la cara, y la cara es el origen de una criatura, su identidad.

Llegado a este extremo, al poeta le asalta la duda: ¿de qué sirve la información acerca del acto poético, cuyo significado está imbrincado de tal manera que, una vez apartado del lugar donde desarrolla su vida en una existencia enormemente compleja y ordenada, la halla convertida en un objeto etiquetado y desprovisto de identidad, atrapada en una jaula de palabras en algún libro inentendible, mirado fijamente por solitarios expertos, especialistas y funcionarios de la enseñanza, desde la desolada jaula de su culta educación?

El poeta romántico se hace eco de la descorazonadora renuncia de los hombres a su propia humanidad, del entumecimiento de sus sentimientos y de la agonía de su propia interioridad. Desde su estupor catatónico escribe versos, deambula noches enteras por su habitación, inaccesible casi a los demás, destruido por un mundo al que no puede adaptarse, y en el que sólo ve personas indóciles, maliciosas, intrigas, humillaciones. Toma la pose del poeta como su ente y no entiende realmente las perspectivas de la poesía. Se siente cansado, decadente, al final de una evolución. Víctima de sí mismo, no comprende que cuando uno comienza a darse cuenta de que su forma de manifestarse con la gente ya no es instintiva, ya no es natural, se crean distancias, que pueden ser agresivas, pero que son necesarias, dado que nadie está dispuesto a tolerar el que uno tenga una mente descarnada que intenta abstraerse, analizar, despojar, porque es necesario separarse de las cosas, superar lo meramente instintivo, la fácil, que impulsa a dejarse llevar por lo primero que se antoja, para integrar por medio de símbolos todas las fuerzas dispersas de la interioridad. Porque sin interioridad no hay reconocimiento. Y sin reconocimiento no se puede lograr descifrar el proceso cognoscitivo en el que se funda la vida.


V

El poeta, en definitiva, se sitúa entre lo visible y lo oculto, entre el cielo y la tierra. Cabalga los dos mundos en ese “juego de las áridas márgenes” que es la poesía (según René Char). En otras palabras, “engulle” el universo. Si escribe es —como proponía Bataille— para anular dentro de sí mismo un juego de operaciones subordinadas, y no para creer que el mundo es cierto únicamente si lo desordena.

Sólo de esta manera reconoce las realidades de la creación por medio de su contemplación lúcida. Contempla los signos que hablan por sí mismos. Mira hasta que ese mirar le lleve inevitablemente hasta el origen de la cuestión: ¡el hombre!, para así poder alcanzar la auténtica visión, según la cual el hombre no existe por sí mismo, como tal, es decir, no hasta que sea capaz de considerar al hombre dentro de su contexto verdadero que es el universo. Sabe, por fin, que toda la existencia existe sólo por su reconocimiento de ella, y que la realidad de la creación es una. La búsqueda más íntima se produce cuando es capaz de entender que él no puede observar. Que nunca observó. Que desde el comienzo ha sido observado.

Si define y redefine todo el tiempo su condición de hombre atrapado en su temporalidad y arrojado a la lucha perpetua: una lucha que no puede comprender y que más tarde rehúsa tenazmente comprender, lo hace mediante primeros planos y planos generales. Los planos generales consisten en el recuento de sus propios conflictos. Los primeros planos, en una interpretación viva de los acontecimientos que vive. Para ello se sirve de signos basados en el juicio y signos basados en la semejanza, lo cual le da oposiciones en lo sensorial y unificación en el significado.

Frente a tanta intemperie sólo él puede alcanzar el universo por su sentimiento unitivo. Su creación tiene así intención o participa de la intención de lo creado. Sus poemas (estancias pronunciadas, erguidas) contienen un presentimiento de la unidad esencial del universo. Anulan la distancia. Se hacen centro sin fin.


Antonio José Trigo

(Publicado en los Cuadernos Abolays, nº 4, Sevilla, 1992)



NOTAS:

1.- “Yves Bonnefoy: la emoción postergada” (entrevista conducida por María Dolores Aguilera), aparecida en la revista Quimera, nº 34, Barcelona, pág. 16-21.
2.- Bernard Noel, “La cara de silencio”, Ed. Los Infolios, Valladolid, 1991, pág 31.
3.- Paul Celan, “Cambio de aliento”, Ed. Cátedra, Madrid, 1983, pág. 43.
4.- E.M. Cioran, “Saint-John Perse o el vértigo de la plenitud”, en “Ensayo sobre el pensamiento reaccionario”, Ed. Montesinos, Barcelona, 1985, pág. 146.
5.- René Daumal, “La Montaña Análoga”, Ed. Alfaguara, Madrid, 1982, pág. 35.
6.- René Ménard, “La experiencia poética”, Monte Ávila Editores, Caracas (Venezuela), 1970, pág. 26-27.
7.- Octavio Paz, “El signo y el garabato”, Ed. Mortiz, México, 1973, pág. 30.
8.- Bernard Noël, ibidem, pág. 47.
9.- Octavio Paz, ibidem, pág. 12
10.- René Ménard, ibidem, pág. 35.

17/1/09

La poesía fue una vez una realidad sin nombre, ahora es un nombre sin realidad


La poesía fue una vez una realidad sin nombre, ahora es un nombre sin realidad


Pocos poetas salen a la calle y sienten miedo: algo telúrico. Miedo a la intemperie. Pocos han visto cómo la naturaleza muestra su dominio en medio del desmadre. Pocos saben de los vientos y los mares de leva, de la desfachatez de las palabras, el diálogo con lo invisible y el placer interior, porque, como dice Roland Barthes, “asumen la poesía no como un ejercicio espiritual, un estado de ánimo o una toma de posición, sino como el esplendor y la frescura de un lenguaje soñado” (1). Se hacen la ilusión de que inventarán la expresión desnuda y horra de alusiones concretas y existentes, pagados como están de sus mismas comodidades, obsesionados siempre por su propia enajenación, entregados al romanticismo del vuelo, a la ilusión exasperada de su propio poder, “panoramizados” siempre según una perspectiva generacional o escolástica, donde el ninguneo cuartea las mejores voluntades. A pocos guía la meteorología, esto es, esa cantidad de indicios que en el clima y los elementos se producen para anunciar lo que vendrá.

Aluden, aluden, no se cansan de aludir; es la seña de la extrema cobardía del relegado. Witold Gombrowicz expresa con claridad este fenómeno: “el poeta no toma como punto de partida la sensibilidad del hombre común sino la de otro poeta, una sensibilidad ´profesional´ y, entre los profesionales, se crea un lenguaje tan innacesible como los otros dialectos técnicos; y, subiendo unos sobre los hombros de otros, forman una pirámide cuya punta ya se pierde en el cielo”, de donde es posible definir al poeta profesional “como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos” (2). Siempre la misma trillada rima, el recomienzo de un ciclo siempre redundante. La poesía como discurso republicano, según dijo Friedrich Schlegel en el siglo XVIII: un discurso que es él mismo su propia ley y su propia finalidad, y que hace del poema un sistema verbal objetivado que no pide ser descodificado por la lectura: el tema del poesía es el poema, la poesía es conocimiento de sí misma, el poema se cierra sobre sí mismo, en el orden de un desplazamiento que lleva al poema a desarrollar un juego de lenguaje por el cual el poema vendría a ocupar el lugar de su soporte, de la misma página en blanco, revolviéndose en un genial retruécano para reducir su enunciado al puro acto de la enunciación. Es la desconfianza misma.

Algunos, al mismo tiempo que consideran a la poesía como una manera de oración, de consagración y celebración de las cosas, consideran que los poemas son la constatación de un largo fracaso, que realmente ninguno de los libros que han publicado les pesa y, al mismo tiempo, hubieran querido no escribirlos. Hay justificaciones para todos los gustos. Alain Bosquet llega a decir: “la poesía no habla sino de poesía: esto es su madurez y esto es su decadencia”. Peter Handke, por otra parte, sentencia: “sólo lo dicho con voz de fracaso, la palabra límite, será oída en la eternidad”. De ahí que para muchos sea posible compatibilizar, por un lado, las expansiones verbales, sonoras, rítmicas y semánticas, y, por otro lado, la austeridad, el acento más desolado, el más desengañado latido vital como temas conductores del discurso. En otras palabras, la trayectoria de esta poética va de la inspiración a la exhalación.

Quitándole hierro a cualquier posible intención testimonial, el poema se entiende como un juego superfluo, una forma de esterilidad, como una reivindicación exasperada y completamente inútil, un estado personal e ineficaz de insurrección (“insurrección solitaria”, como diría Carlos Martínez Rivas). Siendo el poeta, por tanto, el gran insurrecto con su tiempo y con las circunstancias, de donde no le queda más que explorar el mundo de la temporalidad, ya sea personal o histórica, con ironía, pasionalidad, morbidez, y construir su propia fortaleza de palabras, producto de un riquísimo producto metabólico de culturas. El poeta, en definitiva, como un “horrible trabajador” (Rimbaud), por su permanente, inevitable, casi idílica relación vital con la poesía, de cuyos viajes al alma enferma y hosca nos trae el recuerdo de infernales y negras ceremonias, dando paso a toda clase de llamamientos de ahogado, de desesperadas emergencias, porque para el poeta escribir es un “oficio tenebroso” y no hay otro oficio; la escritura se siente riesgosa si no culpable.

La poesía, por tanto, como crónica de un suceso redundante, como consuelo cínico y, por extensión la escritura como una experiencia sin objeto preciso, pero indispensable. En este contexto, los poetas, desvalidos y fracasados, asumen su agónico quehacer con las palabras y en ocasiones mueren sobre el escritorio durante el cumplimiento de su fútil deber.

Es la banalidad del poeta la que ejerce un dominio sobre el lector y proporciona a la obra su fuerza. Ya que si la poesía es banal, entonces esto es enormemente peor que la posibilidad contraria, de que la poesía sea sagrada. La extensión de esta tesis es que somos absurdos y el poeta y la palabra no libran combate entre sí en el acto poético. Es preferible creer que la obra poética es la peor derrota que jamás sufriera el poeta a manos de la palabra. Este pensamiento ofrece más vida que si asumimos que los poetas son peligrosos, traidores, y no sumamente solidarios.

Ya Oswald Spengler había vaticinado al respecto: “Hay sólo escasos y extravagantes rezagados de una lírica acabada que se han expuesto a peligrosas circunstancias y a las más peligrosas amarguras, errores y atrevimientos, y que alambican sus creaciones. Esto produce una tensión en el interior de la personalidad y con ello un énfasis en las imágenes, una trascendencia de las palabras, una lógica de colores y tonos, que es peligrosa y conduce finalmente a la monstruosidad” (3).

Es cierto, en todas partes la poesía es más bien hermética y poco accesible al común de los mortales, lo que se resume en la que explicación que el poeta Oscar W. L. Milosz dio en su tiempo y que mantiene su actualidad: “Este pequeño ejercicio solitario no ha dado resultados por otra parte, en 999 poetas sobre mil, más que en hallazgos puramente verbales, constituidos por asociaciones imprevistas de palabras que no traducen ninguna operación interior, mental o psíquica” (4). Es en este sentido que pueden afirmarse, de una vez por todas, que la poesía fue una realidad sin nombre, y que ahora es un nombre sin realidad. Es más, por este mecanismo de sustitución, muchos reconocen (hasta la tautología) que después de los límites de la expresión poética, sólo queda la anulación de la poesía. No pocos acceden a los lenguajes trasverbales, muchas veces a partir de la misma lengua, porque para expresar ese mundo anterior a la palabra no es posible prescindir de la palabra, pero, eso sí, sin caer bajo su tiranía. Porque es verdad que usamos numerosas palabras sin un significado aceptable o real. No sabemos lo que estamos diciendo. No obstante, no nos queda más remedio que elevarnos hasta las palabras y beber de su luz, de manera que nuestro territorio sea edificado con imágenes, fundamentándolas en un centro propio, un centro abierto, no cerrado, no predeterminado, no ocupado, ni agitado: afrontando, en suma, disyuntivas desgarradoras. De lo contrario, se cae en la mitomanía del lenguaje de la poesía o en la retórica de la vanguardia.

Pocos cogen cierto tono y le dedican toda la energía. Hasta que se acaba. Coger el papel y tinta y no hay más. Es tan simple como eso. No es algo intelectual, sino sensorial. Tomar afecto por determinada combinación hasta que se acaba y entonces coger otro tono.

En general, hay mucha energía pero muy poco convencimiento. Es justificable, entonces, que muchos escriban con agriera. Si al menos fuera una forma de la ternura el mantener en público los pudorosos prismas del absurdo, el humor negro, los gestos acres o cáusticos. Pero ni eso. Fóbicos a la vida y refugiados en el purismo aséptico desde el que, para colmo, dogmatizan, según el protocolo establecido, sólo les preocupa acaparar esferas de actividad cultural y atrincherarse tras ellas. Adscritos al tatuaje de los consejos de redacción, en cuyo meollo se divisa el dictáfono a modo de dictador de modas, reclaman, con tacto espeso y nervios de soga —según la apoplejía social o política que padezcan—, asertos y consaguinidades en lugar de lucubraciones y esclarecimientos. En última instancia, de la pluma hacen escoba en casa ajena.

Panzudos y engolfados (porque su escritura sólo es una gimnasia de las vísceras), pierden luces y se desploman, arrojando su inseguridad entre el remedo crítico y la forma impostada. Con sus artificios, con su macrocefalia, transitan de lo creativo a lo especulativo, desde la comodidad de los esquemas y las falsas presunciones y claridades del pedagogo, lo cual bien lejos de constituir un progreso es exactamente todo lo contrario desde el punto de vista poético; encierra, no forzosamente, una desviación en sentido riguroso, pero al menos una relajación en el sentido de un debilitamiento, y esta disminución consiste en la negligencia y el olvido de todo lo que es “realización”, para dejar subsistir sólo una visión puramente teórica de la creación, cuando en realidad el supuesto teórico no empuja nunca a la búsqueda complaciente d la poesía. No parece que vayan a comprender nunca que de la poesía n se puede hablar en tono poético; que la poesía no puede parecerse mucho a la poesía; que el instinto poético es capaz de imitar la poesía, pero no de sustituirla y realizarla; que es un error no pedirle a la poesía más que percepciones puramente sensibles, puros sentimientos de la propia domesticidad de cada uno; que —¡ya está bien!— los melancólicos estetas dejen de estornudad al perfume de las lilas al caer el crepúsculo.

La poesía que se lleva (cieno palúdico) perece en el holocausto del tedio, en el estéril malabarismo verbal. Reivindica la vida cotidiana como tema, atenta a la experiencia superficial, a los hechos biográficos, a los distintos matices de ironía que la realidad ofrece. Definen un mundo que se derrumba. Pero nada de eso tiene que ver con la poesía.

Los que hoy dicen ser poetas respiran hondo y recuerdan insistentemente de dónde le llegaron los vientos, pero sin dejar que los vientos les lleven a la tierra, a la violencia, a toda su denuncia. Solitarios en su propia barca, un poco a merced del talento y unos pocos de lectores, de observadores, de amigos que son—pese a las duras pruebas de vulnerabilidad y aguante que deben padecer— irrestrictos en al admiración de su figura toda (“ese batiburillo informe de cortesías serviles y cobardes adulaciones”, de que hablaba Leopoldo Lugones; “ese cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites basado sobre un convento de mutua discreción”, según W. Gombrowicz). Por eso defraudan o conmueven pero nunca son ignorados. No se van a dejar… ni peligro.

Veteranos de corazón amargo, no se animan nunca a proclamar a viva voz el valor de algún gran poeta viviente, como si esperaran que muriera del todo alguna vez para hacerle algún homenaje en necrología retrospectiva y en fetichismo de coleccionista, con tal de ensartar entre los indicios sueltos: los alegatos juzgamundos que giran en la fácil y engañosa algarabía culturalista y en los pequeños comadreos, como si quisieran convencernos que el hombre no puede aguantar demasiada realidad.

En ese proceso inexorable el anhelo totalizante de pervivencia, de perduración, constituye uno de los núcleos centrales de todo el pensamiento y toda la obra de los poetas, justo dentro de ese enclave concreto que se reduce indefectiblemente a un enérgico y desesperado grito de autoafirmación, que “causa congojosísimo vértigo”, que diría Unamuno.

Pero el de aquí es otro tipo de violencia, más elemental, para nada intelectual. A la violencia no se la ve en sus obras, la rehuyen. Es más, siempre es sospechosa esa ira, esa negación, ese profetismo de gabinete, que forma parte del espectáculo. Si se desesperan intelectualmente, no saben cómo ejercer la ira. Se diría que se esfuerzan por mantenerse en pie, tan siniestros y sin toma de corriente, con tal de no saltar el buen sentido. “Lo único que son capaces de hacer, cuando se ven atacados es afirmar que la poesía es un don de los dioses, indignarse contra el profano o lamentarse por la barbarie de nuestros tiempos lo que, por cierto, resulta bastante gratuito” (5). Si sus muchas palabras les sirvieran para mantener, al menos, la palabra (de hombre). Pero ni hablar, se les ha erosionado toda posibilidad de rebelión, porque no son más que huéspedes de un mismo espejismo: la creencia de que la poesía (la escritura, en general) puede encarnar el mundo, de donde surgen, como consecuencia, toda clase de sospechosas declaraciones poético-religiosas, con sus dramatizaciones litúrgicas, como si la poesía fuera la piedra angular de una religión, la página en blanco el cielo; el poeta, por tanto, un elegido que busca analogías o imitaciones del infinito, para luego distribuirlas en migajas entre los hombres (la “poesía-limosna”, según Aldo Pellegrini, por oposición a la “poesía-exaltación”, que siempre condiciona una alta comunicabilidad más allá de las convenciones); el poeta, en definitiva, como un “pequeño dios”, por aquello de que es capaz también de escribir derecho en líneas torcidas.

En el fondo sólo desean dar vueltas como locos en torno a las prisiones en vez de derribarlas. ¿Qué falta, entonces? Autenticidad. Eso falta. Es una inmoralidad que haya tantos poetas vinculando sus espejismos cuando es de admitir como buenos a unos pocos y llévese el diablo los despojos.

Los mercaderes de la “gracia celeste” quieren sacar periódicamente su librito, escrito en su horario laboral, lectivo, del ocio, para ir envejeciendo en esa tarea. Como las quinceañeras, los poetas —según Jaime Sabines— “siempre están ensayando el vals de su presentación en sociedad”. Servirían mucho más a la sociedad en otros menesteres, que se integren más a la vida. En su incesante muequeo frente a la página en blanco se enfrascan siempre en las mismas hemorragias confesionales, en las mismas variaciones sobre alguna rememoranza del pasado y en las mismas reincidencias sobre el tema de la vida cotidiana, como si fuera posible llegar al conocimiento royendo sin parar los elementos básicos de la existencia, por la pregunta y la duda, lo cual se nos revela como la payasada neurótica de una gente para lo cual la existencia ordinaria es insoportable. Y es que, como dice Czeslaw Milosz, “los poetas asediados por multitud de deberes hacia la sociedad, simplemente no tienen tiempo para profundizar en la cuestión de la fidelidad de nuestras percepciones del mundo visible” (6).

Influenciados por todo tipo de inhibiciones (cobardía precoz, miedo al mundo, desafecto, odio, manía ambulatoria, delirio de persecución, egolatría), irritan sus llagas, relamen sus impotencias. Quieren ser los “ladrones del fuego”, pero son, en realidad, “los quemados”. En el fondo creen con Michel Leiris que el cortocircuito poético es fruto de la alianza “de un violento ardor de vivir, unido a una conciencia despiadada de lo que esto tiene de irrisorio”, lo cual no es más que una patética falacia.

El poeta auténtico sale con o sin libro, porque nunca creyó que un libro de poemas expresara un vehemente deseo de juntar los pedazos de lo absoluto desmenuzado en innumerables rostros, sino más bien que todos los poemas son de “circunstancias”, en el sentido que lo entendía Max Jacob cuando hablaba de “actualidades eternas”. Porque ha de disponer su espíritu para tratar de sentirlo, verlo y adivinarlo todo, para tratar de entender, de penetrar en la poesía de otros poetas, aún aparentemente antagónicas, enriquecer así, con esa experiencia, la suya propia, sin vocabulario disímil e intención oblicua. Ha de descubrir lo ya descubierto y… lo que está naciendo o por nacer.

Muy bien sabe, tranquilo en el himen de su propio caos, que no hay más que aventura sin gloria, resistencia desesperada, dura búsqueda de la verdad en el fondo de las cosas más humildes, perfeccionando la concisión de sus relaciones, transfigurando, en suma, lo visible.

No sabe describir lo que ve, ni lo que cuenta, ni lo que oye. Nunca utiliza las cosas reales para escribir, porque nunca sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. Insiste en imponer la artesanía de la aventura poética sobre el mercado de los siglos extintos porque es consciente de que las palabras no expresan al mundo, sino que aluden (interrogan, ordenan) a su experiencia del mundo, con desenfado, desvelo, despojo, porque sólo él salva de lo fugaz en las cosas la estación rotunda de la palabra, según una “necesidad carnal de ser lenguaje” (Alain Bosquet).

Lo que trata de registrar son las experiencias, pero no en el orden en que se producen —porque eso es historia— sino en el orden en que se le imponen por primera vez su significación. El resto —bien lo sabe— es una discusión poética que sólo puede hacerse por medio de poemas. No importa, incluso, que alguna ves reproduzca imágenes de impacto, de una textura mórbida, no para exasperar sino para flagelar, porque le sirven para urdir una búsqueda, una profunda preocupación por el hombre. Sin dejar de interesarse por lo formal, ahonda en los sutiles humores purulentos de la materia, le preocupa decir algo sobre la condición humana, regurgitar al hombre que tiene dentro. Insiste, pues, en devolver la altura de lo lejano, de lo diferente, de lo extranjero, en poner de relieve no lo que es episódico y sentimental, sino la monumental grandeza, lacónica, rígida, más que conmovedora, enigmática más que familiar, oscura y grave más que lisa y llana.

El poeta auténtico sólo sabe de limitaciones y de renuncias, y no elude nunca la cuestión de la muerte, porque la declaración subjetiva más lógica que uno puede hacerse es que está muriendo. El hombre empieza su vida viajando hacia la muerte. Al minuto de nacer está más cercano al fin de su viaje, más cercano a su muerte. Por tanto, no ofrece despojos para el desengaño, ni voluntad de perpetuarse. Tan sólo entretiene agonías. Inevitablemente se sabe, cuando escribe, su propia recompensa. Puede decir: “sí, es cosa nuestra la otra vida y ésta”, porque sabe ciertamente que si prestamos atención al “después de la vida” ganamos esta vida y el después de la vida. En cambio, si sólo prestamos atención a esta vida, perderemos ambas. De ahí que sepa estar en la vida con la dignidad del guerrero que no tiembla en la soledad de su derrota.

Al contrario que estos que convocan, con sus jueguitos enfermos, al “hada de la neurastenia, trágica luz de sus sueños” (como proclamaba Herrera y Reissing)
, el poeta auténtico no cree que es más profundo el artista cuanto más tremendo, cuanto más explota el “desarreglo de los sentidos” en el spleen hedónico, dejando una obra como testimonio esforzado de una cruenta inmolación en procura de franquear los límites, retratando hasta el hartazgo todo el desgarramiento y la desesperanza en el ámbito marginal y desacreditado, quejándose, en suma, de la falta de más fatalidad para seguir escribiendo.

El poeta auténtico cree más bien en aquel que sin dejar de ser dramático, entrega un mundo formal al cual se nos vincula con una esencial naturaleza, aquel que trata una “purificación de los sentidos”, para lo cual reniega de ese descenso a los infiernos de su propia condición, ve el rostro doliente de las cosas, palpa la dura realidad de la derrota, concilia lo deseable y lo posible. El resto es demagogia, pura lacayería.
Si ha de ir de sí, buscando el fulgor que le anega, y regresar sin él, trayéndolo; si desciende hacia el gran horizonte que engendra un símbolo de aire; si delibera a base de reconstruir la consistencia de lo pasajero, la textura de la emoción; si teje su vaivén cardinal, su marea aherrojada; si se aleja de la vileza del corazón que se ha vuelto de pronto viejo, y olvida; si rompe con el ruido, sopor y gregarismo del vivir uniforme, desencaminado, con “soberbia serenidad”; si marca y subraya el vacío; si busca ese espacio desconocido donde brillan los indicios del sendero, tan cubierto de insospechadas trampas, que conduce a la realización metafísica; si secretea las cosas entrañables; si expresa de dónde proviene ese deseo repentino de no ser más que uno dentro de la vida de todos; si contiene la inquietud de las caratuladas formalidades; si no confunde la poesía con esa enorme cantidad de libros de poemas desde su aparición a los días presentes; si —parafraseando a Octavio paz— habla con los otros al hablar consigo mismo (contrariamente a lo que hace el mal poeta que es hablar de sí mismo, casi siempre en nombre de los otros); si nunca pierde la fe en su testimonio, en su propia expectativa a corazón abierto, entonces, y sólo entonces, acierta la ascendida beatitud, sale purificado y dominador. Corazónmente testifica que no hay belleza distinta, más por ahora sólo puede sentir esa música rota que sube del regazo terrestre y cantar de lo que el día calla con burlas desdeñosas. Sus ojos encierran un mismo corazón. No hay nadie que le resista. Sus ojos encierran un mismo corazón. No hay nadie que le resista. Queda su canción, aún en silencio dignísimo, pues siempre hay tiempo para decir que lo que permanece no es lo que acontece, que el mundo, se quiera o no, es una danza que está siempre ahí, girando, girando, girando…. Lo demás no le hace falta. A él corresponde, ¡sin saber por qué!, la sangre del hombre y el ritmo de los astros.

Pocos como él asumen la tradición y aciertan lujuriosamente reinventarla, violando, para ello, el riguroso principio de la lengua y de los sosiegos míticos, porque, ya se sabe, para lograr gusto poético es bueno, a veces, pervertir el lenguaje o, lo que es lo mismo, lo bueno es enemigo de lo mejor, y el buen gusto es ciertamente el más atrincherado adversario de la escritura; y porque sólo cuando el poeta puede acceder a la expresión de sus fantasmas y puede asimilar una tradición y al mismo tiempo romperla en un proceso de continua búsqueda y universalidad, se puede hablar de poesía,

Su gloria está —parafraseando al gran poeta ecuatoriano César Dávila Andrade— en no pudrirse en los salones. Porque no es de esos que dejan para los fines de semana un rincón al deseo, al ritual decrépito, a la intención funambulesca. No participa del mecanismo excéntrico de las decapitaciones: ese mecanismo de quienes, en tiempo feroz, se abren sus propias cárceles mugrientas, se hunden en la desnivelación catastrófica, midiendo con lamentaciones la plenitud que les absuelve.

No es nunca modelo de nada, si acaso un indicador y revelador.

¡Ah cómo le coge el ansia de escapar, de salir de sí mismo, y del ardor al que también pertenece su obra, para determinar exactamente lo que constituye ese anhelo sin límites que gira hacia la luz, antes de cumplir con su destino, aún cuando esto le requiera muchas vidas! Es el hombre que se llama con la voz de todos los hombres del mundo, a los que vuelve, para recobrarse, mientras la palabra aclárase en la herida.

Escucha su pequeña voz apacible sin sobresalto alguno, a coro con las auroras y las nieblas, porque ya los hombres, con su vocación de ruinas, no le ocultan sus ceños, muecas y semblantes. Va a abrirles dócil, sus puertas. Al fin y al cabo, prestados a la eternidad, ¿quién sabe por qué espacios impunes se alcoba la tierna sinrazón de sus quimeras?

Apechuga cansancio, pero nada le impide recomenzar para darse y muy darse como transeúnte inquieto y ocasional, lejos, vertical, lejano de ese laberinto de patadas, de gritos, de polvo, de torpeza, que caracteriza a ese mundo de “santones que en la sombra manejan el oráculo” (Ezra Pound). Siempre entre los devorados, no entre los voraces, como quería José Martí, intenta llegar —aunque no llegue nunca— a la luz, al silencio, en definitiva, al espectáculo de los orígenes, porque sus interrogantes, en lugar de arrastrarse en las bajezas del concepto o desfigurarse bajo la risotada sarcástica de los sistemas, deben saltar en ritmos.

No quiere la comodidad; quiere el auténtico riesgo, en medio de las talanqueras del conformismo; quiere que su obra no sea más que una búsqueda y un terror de temibles expectativas, porque no vino nunca a dar soluciones, sino a devolver amplificado el eco de las preguntas, de las mismas preguntas de siempre. Por eso intenta siempre recuperar la sensibilidad hímnica, la embriaguez de nuestros comienzos, el alba de nuestras estupefacciones, con tal de volver a nuestros antiguos trances.

Continúa acostumbrándose a su misma sorpresa, tratando de escribir el mundo “desde la juventud de las viejas palabras” (Gonzalo Rojas), con tal de alcanzar nuevas gravitaciones de aclaración originaria.

Intenta la poesía de los momentos únicos, tal es la única poesía, porque los poemas pueden ser rechazados, olvidados, pero “no esos gritos, esos llamados, esas iluminaciones que los han hecho nacer”, como dijo René Ménard (7).


Antonio José Trigo



NOTAS:

1.- Roland Barthes, “El grado cero de la escritura”, Siglo XXI editores, Madrid, 1978, pág. 55-56.
2.- Witold Gombrowicz, “Contra los poetas”, en revista Quimera, nº 103-104., Barcelona, pág. 38-42.
3.- Oswald Spengler, “Pensamiento acerca de la Poesía Lírica”, en “El Hombre y la Técnica y otros ensayos”.
4.- Citado por Czeslaw Milosz, “Poesía: de Oriente a occidente”, en la revista Letra Internacional, nº 19, otoño 1990, pág. 57-59.
5.- Witold Gombrowicz, ibidem.
6.- Czeslaw Milosz, ibidem.
7.- René Ménard, “La experiencia poética”, Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela, 1970, pág. 33.


(Texto publicado por Ediciones Volatinero, Sevilla, octubre de 1991)