27/11/08

Estancia de los Detenimientos




Estancia de los Detenimientos

(1988-1989)

(Publicado en Editorial Playor, Madrid 1990)


Prólogo

EL JÚBILO DOLOROSO Y DIFÍCIL DE LA ESCRITURA

En “Sueños de Occam” el narrador Alejandro Rossi pregunta: “¿No es una gloria completar un movimiento? ¿No es una gloria volver al centro del cuarto sabiendo que es imposible haber hecho más? ¿No es una gloria prepararse, sin angustias, a rendir cuentas?”
Antonio José Trigo en su “Estancia de los detenimientos” trabaja, con júbilo, dos espacios: el de la cerrada habitación y el del arco exterior, celeste, cuya parte visible podrían ser las palabras con que se hacen los poemas de este hermoso libro (sin rendir cuentas, sin angustia) y cuya parte no visible podría ser la forja trascendente que conforma el aura de sus poemas.
Y por igual, nuestro poeta, complementando y completando el júbilo doloroso y difícil de la escritura, abarca la tradición de su milenaria Andalucía árabe (punto de partida) y el rostro aún no visible de la modernidad, cuyo lenguaje se entrevera a la tradición; una tradición no detenida sino viva; y que precisamente en estos poemas, en sucesión, se entrecruza, vivificadoramente, con lo nuevo, lo actual, reuniendo, completando el arco, fundiendo visibilidad y no visibilidad, en evocadoras estructuras, en suavizadas escenas del Espíritu, aromáticas estancias del ser que se busca cantando y que alrededor de su propio eje circula, no narcisísticamente, sino para orear el alma, dejando que trasude sus reminiscencias, de tradición y novedad.
Poemas que parten de la comunidad, comunican, y desde sus propios flejes en reverberación, crean comunión: la del individuo (poeta) entrañado en su comunidad; la de la comunidad (poesía) entrañada en la totalidad (historia, cosmos, destino). Y con ellos, “Todo queda iniciado. El fin huye”, que es un modo nuevo, un modo fuerte de decir lo viejo, y categórico: ha de haber una iniciación (y nada mejor para ello que la soledad de la estancia) y desde ésta, luego de los recuentos, ha de haber un detenimiento (armonía) que nos revele que no era el fin la esencia de la búsqueda sino, sencillamente, la necesidad de oír, celestial y detenidamente, “la secreta conversación / del agua sin el agua, de la rosa sin la rosa, / del aire sin el aire, para ganar mi certeza”. Revelación zen (satori), sencillez absoluta, sumaria, pero no simplificación. La rosa inmortal y esencial de Rilke ha sido renovada.
Bécquer, centro moderno de la tradición andaluza, española, universal de que participa Antonio José Trigo, ha sido renovado: (Bécquer: “Saeta que voladora / cruza, arrojada al azar, / sin adivinarse dónde / temblando se clavará” — Rima II); (Antonio José Trigo: “Cruza la flecha el fondo avaro del espacio”): el puente entre ambos es claro. Hay destino pero no un destino; hay pulso y lanzamiento pero no blanco ni objetivo (muchos menos, aspiración a una diana de recompensas, triunfos, vanaglorias). O dicho de otro modo, de nuevo recurriendo a las palabras del poeta Trigo: “como el vino es el discurso de la copa” que es un modo nuevo, tradicional, de decir que en esta estancia lo detenido (copa) y lo incontenible (discurso) se cruzan en quietud, se estabilizan en movimiento perpetuo, poético, en un vino que puede reposar y alcanzar forma, una forma, en su contenido, o puede derramarse o ser derramado para el júbilo del cuerpo, del espíritu lector.

José Kozer
New York, 1989.



“No soy más que un vulgar trocito de arcilla,
pero me he asociado con una rosa”,
dijo Saadi de Shiraz traspasando
el borroso dibujo que era,
así, no más que un dibujo borroso
de impropicias circunstancias,
como diciendo: ya ves, siempre habrá luz,
oro confabulado, razón de eternidad,
bajo el arco de la rosa
para andar en hueso y alma.



I

El tiempo aquel sin horas
en el estar sin ser de los relojes,
en esa concordancia azul
que viene de muchos siglos,
abre surcos de inciertas navegaciones,
hace brotar incesantemente
de su sucesión oscura
el ímpetu de la llama
hacia el abierto corazón de los pájaros.

Se hace ala la fiesta alrededor
y entramos de pronto en lo distante
como en un sendero de bosque
que, al no tener huellas,
desimanta el vaciado
del viento, la nube y el ave.

Un rayo lava el agua del río
que ya no vuelve y no protege;
tiempo ardido de no estar y de perder
la ávida furia que corona la corriente.

Así, sin llegar a donde estoy,
la noche se me va por lo amado
y abre brecha en la mañana,
de donde no me queda más que esperar
el arco, el límite, el cielo,
en este lugar sin lugar del poema,
lugar de mis reinos, de mis ruinas,
porque en la estancia a lo más a que se llega
es a no poder llegar, en cuyo secreto:
el sonido del sol trabaja la flor del agua
transcribiendo su salmo de infinito.



II

Hiende el aire nocturno
choque de espadas gentilicias
disolviendo para siempre
la humedad de los orígenes,
la marcha del bosque,
proporción de atmósfera.

El agua mana, asedio cantarino,
mientras los espejos eyaculan
la oculta geometría de las cosas.

Círculos excéntricos
de insaciable llama
vierten libación tornadiza
azumbre a azumbre.
Complementarias inexistencias
que han de aliviar lejanos océanos,
mientras los tiernos orígenes de tus ojos,
como viejas islas, lanzan señales
a donde la noche nunca llega,
y se curva y arde el arco
de tus innombrables dichas transitorias.

Ya no hay reposo para mí en tu búsqueda,
atravesando tu estancia predilecta
entre la delgadez helada de los recuerdos
que respira, ondula, áureos estandartes,
y el encierro de la forma, siempre ardida,
que asume el hueso estricto
de la desubicación, la inflorescencia.



III

En la estancia de los detenimientos,
donde cabe pedir la sustancia de los soles,
la música del agua, la caridad del aire,
sé que todo en mí vive, más adentro aún,
en rescoldo, en voraz relámpago
por el cuadrante absorto de las tormentas.

Ya transcurre el diamante roto de la fiebre
rasgando el espejo desierto de la nula androginia,
salpicando con agua de luna
el corazón quemado de los pájaros,
quiera tu voluntad que pueda ser
tu codificación de toda transparencia
para hermanar los corazones de los árboles
y ponerle alas de dragón al azogue del instinto.

Déjame, amor mío, ser tu ceniza.



IV

Alcabalero de tus cien puertas inconclusas
por las que dejo de ser aprendiz de música,
te pierdo y te encuentro en el orden expreso de la noche,
mientras tu voz retuerce la envoltura
de subterráneas acomodaciones,
y tu mirada mide la caída de las estrellas.

La noche vacía tus ojos
como el frío del cierzo cercena
los ojos de las águilas,
y los cubre de música de avispas.

(Hay el esqueleto del aire solo
corriendo por su marfil el latido de la tierra)

Esta noche no estoy para nadie,
salvo para la primer visita
que a la mañana hace el sol,
como el vino es el discurso de la copa
o por lo menos el de la transparencia.



V

Me llevas hasta donde nos e llega
sin antes salir de todo equívoco prolongado,
flecha cautiva, habiéndome herido,
estableciendo en tu nombre, el aire,
que esgrima en el espacio inmóvil
su tensión cumplida —fulgor sacramentario—
como un vino signado en mil copas frágiles,
mientras, en feraz llanura, los pájaros
se desploman —semillas de alas—,
de la raíz ahondada al alto y semoviente nuberío.

Cruza la flecha el fondo avaro del espacio
donde, pasado el puente de las dudas,
se proyecta enseñanza de amor,
arrebatadora temperatura de jardines
abriéndole a la luna su pulmón muerto.

Me llevas hasta donde tu reverso mudo
solemniza laberinto fundado,
en este lugar sin lugar de la configuración
en el que la ágil luz de los astros
se borra en mil montañas, en diez mil senderos.

Tu luz enarca el zodíaco de la noche
y tu voz quiere ser una sola palabra;
esa palabra piadosa aprendida desde muy niño
que atestigua convenientes mordazas;
con que nada se dice y lo contiene todo,
mientras se deslizan los nombres
de todos los dioses no sabidos,
los nombres que, en probabilidades contenidas,
nos sirven todavía desde muy lejos.

Más allá de tu voz un ilusorio sistema
de historias inescrutables de países y climas,
de inusuales abecedarios transcritos
en idiomas milenarios, incubre y trasciende
el latido de mis amargas reliquias.

Me llevas hasta donde no se llega,
donde escribir un poema no significa nada,
donde dejar la perversa costumbre de nombrar
prestidigitando indecibles providencias
es tender la mano abierta al don oscuro,
aunque prefiero ser por la palabra,
contra el verso conquistado
que ya circula por fuera,
pues solo se conoce lo que se ama,
y si sólo se ama la rosa,
debe esmerarse tan sólo en su cultivo.



VI

Desprendido de hogar, sin saber de ninguna tregua,
llamo a tus puertas inconclusas
tras las cuales el agua pasa,
igual rumor, sin poder ver el paisaje,
y siempre junto a ella, el único impulso,
el fulgor callado, enérgico, del hombre solo.

Todo tiene su secuencia y su término,
que es sentirse, el que mira, ahora adentro,
ante algo que viene del principio o del fin del aire,
donde no hay lugar al dejamiento.

Tal vez es esto lo importante.
queda para siempre, como la rosa,
aquello para lo cual una vida no basta.



VII

Entre el sol de entonces y el de ahora
nada muere, no hay límites.
Al cabo se vive y preguntando en suma;
vidriando esta dolencia inconstante de fantasías,
reciennaciente del tenaz ultrafirmamento.

Con un vacío sin sol en la mirada
lanzamos venablos inútiles
contra el lomo de la noche.

No hay razón más honda que nos venza:
devenir gozosa la mirada hasta dentro,
donde la lumbre sacudida, a contratierra,
aparta de sí la urgencia de su ahilamiento
buscando a cada instante, confiando su certeza,
a la libre circunvalación del sueño.



VIII

Se cifra la noche en la aritmética del fuego
mientras el mar derrama soles:
figuración y fuga
de una incisiva vegetación de alas.
El mar o agua de pájaro contra la roca.

En cada palpitación
un río de llama alza su geografía
y en el ocultamiento de las cosas
el crepúsculo nos muestra sus ciclópeas carnaduras.

En la cárcel lóbrega de la espuma
mi cruz y raya de navegante
en señal de desafío
inquiere la forma del agua
que acrecienta al espacio
de incógnitos estigmas,
y allá en el fondo de tu embocadura,
en la cámara de audiencia del mar,
un imperio tras otro se derrumba
en la atmósfera innumerada de mis naufragios.



IX

Viniendo voy de tu huída,
abrumando la forma, el color, el límite,
esgrimiendo flechas emboscadas.

El espejo se queda, entre los dos, vaciado,
absorbiéndonos en la encarnación del reflejo,
en ese arrobamiento que nombran alma,
más, ¿qué luz, siempre en la danza, nos advierte?,
¿qué cielo en supuesta rama columbra
y riega de estrellas la sangre?

Vuelve el águila sagrada de lo calmo
bajo la tutela del mar que entalla
la vigilia imposeída del sol,
cicatrizando la quemadura del aire,
colgando de las horas vanas,
entre piedra y vuelo, hasta el confín,
donde ruedan términos de lejanía.

Viniendo voy de tu huída,
pues todo es ir sin volver,
demorado vitral de las últimas nostalgias
que estridulan las pupilas de los pájaros,
pues que vives aguardando mi partida.



X

Tras el cerco inaugural de tus incendios
duermen los climas y los mares.

Caído el cielo, huyes por los jardines
suscitando fuentes, donde el corazón
antigravitatorio de la rosa
—lento son de pájaros huidos—
crece desde el fondo de tus ojos.



XI

En el agua ardida de la noche
enarbolas el pulso de mis fingidas muertes,
idéntica en tu luz al sol primero,
mas, siempre queda la otra incertidumbre;
este ciego ver que no se ve que se ve
y se gana lo que se pierde;
este monótono saber que no queda nada
de tanto ardor y tanto sufrimiento
mientras la caída final del astro de los pájaros
se suma en la distancia
para no ser más errabunda materia
entre la granada deshecha del fervor
y la invalidez de todas las consistencias.



XII

Siendo ahora el río donde todos pasan
está escrita en tus orillas
la epopeya de mi sed incalmada.

Siendo ahora el río donde todos llegan
tu voz sostiene un momento de luz
y se afana en verberar las arboledas.

Agua, y agua, y agua, y agua…
aguardando el retorno de las aves.

Agua aterida buscando, bajo diversas lunas,
su reforestación de mil soles.

Siendo ahora la noche donde todos quedan,
tu piel de arena la mar ensalma.



XIII

(Leyendo el Mathnawi de Jalâl al-Din Rûmi)


(Los crepúsculos ocultos en las auroras,
y las auroras preñadas de crepúsculos)

Miro al fondo de tu mecánica celeste
invalidando los veneros que mueven
la piedra de molino del universo,
reclamando tus aerolitos, tus lúnulas.
Así, perdido en la ciencia que te nombra,
tenso en silencio, en indefensión,
el arco de los sentidos que te saben,
y en pos de la muerte con que me matas voy
como una nube por los caminos, desuncida,
a ras de horas de los pájaros,
va a ninguna parte a perderse siempre.

Todo es hueco, danza helicoide,
más allá de las hogueras furtivas
donde el peso de tu imagen disparada
mella el filo del viento y de la nieve.



XIV

Dardos de jazmín marcan todas las horas,
mientras los pájaros sin geografía
me dictan la lectura de silencios
y el musgo de la arboleda
lo propio de su sueño milenario de islas.

Rumbea la nostalgia, en manantial feliz,
frangible el pulso que me veda el mundo,
y despunta otra hora que no es
donde el vino del ardor se escancia.

¿La imagen, no existe…?
Sólo verbo, gracia y pájaro.

Germinación de vuelo, me queda a guardar
sólo el centro dehiscente, volcando mi ceniza,
pues sólo soy la paráfrasis de tu nombre olvidado.



XV

Como la sed le pide al agua
su efigie de materia solar,
voy por el camino de ti,
cendal de niebla contra el olvido.
Hacia ti, cumplida la llama,
hasta alcanzar el grado de lo subsistente.
Hacia ti voy, hasta conciliar el pulso
de mi corazón durante un año
con la hermenéutica de tus dones
que el ala suspensa consiente
contra la raíz requebrada de la sangre.

Siempre yendo hacia ti, conculcando fuego,
saltando todas las consistencias,
pitagorizando mi ser en arboladuras breves,
ya me acreces o me niegas
dentro de la estancia segura
donde la hora tiembla y cae,
como el agua le pide al agua
con un murmullo lento sobre quieto estanque.



XVI

Contemplo mi caída,
este caer sin llegar
proyectado desde adentro
que me conduce del silencio
a la nieve y de la nieve al vislumbre.

Cada ala precede al renuevo,
simula luz hendida
entre el sonido y la piedra,
entre la claridad inmóvil
que incinera su término
y el árbol impune de mis venas
que sostiene su minuto de aire.

La sombra de ser hombre
se queda sin atmósfera
en su empeño de inmaterializarse.

De pronto se oye latir
el fondo mismo del eco
—lo que la nieve hace oír,
la nieve sobre la nieve—,
trayendo a mi memoria
no sé qué desolada tortura,
y la danza del fuego
arrasa brumas,
y el agua escapa de su forma
al margen del peso de cada caricia,
y el movimiento desemboca
en el acto mudo e inerme
donde se afirma —don de llama—,
en noble ceniza de pájaros,
esta mi muerte.



XVII

Echo por dentro la llave, fervorosamente,
y me pongo a escribir, a descifrar
el eco atroz del idioma, cuando es la noche
noche de la noche que me pierde;
cuando, sin pie, sin ala, ya descansado
de todos los caminos andados
en la zozobra, en el exilio,
hallo mi ley conculcada
a la hora final del aire y del día
y vivo un poco con mi propia muerte.

El peso de la tinta soporta crimen estéril,
promete arroyos entre la lira y el acero.
Así fluye el dardo tenaz de la escritura,
manantial de retorno a su vocación de nieve.
Fluyen las palabras o máscaras bien adheridas
afianzando su velo, o disipándolo;
memorias fugitivas que no se detienen ni se demoran
derogando las leyes del horizonte,
recorriendo la forma de mi fervor caedizo.
Ah caridad del silencio junto a tantas fingidas muertes.

Sólo queda en paz, al reverso de las horas,
la rosa girante del poema interdicto
en el fondo avaro del silencio,
para no ser ya más leído, no negado.

Entonces la maniobra abierta del instante
expresa de pronto todo lo que es preciso oír
hasta llegar al páramo, en fértil consunción,
en continencia de pájaro huyente,
donde redimir nostalgias con sabia desventura,
donde imprimir otro vértigo a luz más cierta.

Nada quieras, pues, saber de mi pasado
porque siempre ocurre lo que es de esperar
cuando todo lo que se aleja vuelve a su ternura.

No hay hechos memorables, sucesivos.
Lo que se vio una vez se vuelve a ver igual,
aunque en distinto grado.
Es más, del jardín la rosa no se forma dos veces.

Aquí me quedo, aquí me quedo,
donde duermen las cosas, sus ecos, sus lugares,
sin saber cómo llamarte para vivirte
porque el encontrarte se te pierde con saberte.



XVIII

Circula por la estancia de los detenimientos
llena de lámparas abatidas y muebles enfundados
el sueño perdiendo su derrota.

Es como si nunca hubiésemos estado aquí,
donde las palabras como incendios
se llenan de día o de noche
devanando las horas de otros tiempos.

Ya nosotros dos, sin ambos,
contra el derrumbe de la historia,
en el acto de conocer,
y con el don de nombrar,
de esculpir en fuego,
¿quién nos buscará por donde no hemos ido?



XIX

Abriendo otros caminos a la noche
siempre veré todos los tiempos
como un solo día, que dura y pasa,
porque siempre reobra el cilicio
la umbrosa reciedumbre del clavel
y se cierne para el vértigo
el arco de tu propia resonancia.

Todo queda iniciado. El fin huye,
a medio hacer la secreta conversación
del agua sin el agua, de la rosa sin la rosa,
del aire sin el aire, para ganar mi certeza,
para escuchar un pensamiento compartido,
para confiar en el mañana, voluntad de amor,
y en tus ojos, firmes en lo que sueñan.

Es ahora la hora de cerrar el libro para siempre
—veredicto de la primera página—
porque tal vez es la palabra lo que sobra,
porque todo es siempre en la noche vindicativa
ya que nunca es ni antes ni ahora nunca.
Al fin y al cabo, el fuego que nos acerca nos separa.