26/11/08

Roberto Juarroz y las indicaciones de los signos



Silencio. La poesía tiene compromisos con el silencio. Es dinámica y por eso emerge de su opuesto, la quietud. “Cada palabra va detrás de su silencio y asume la tentativa de todas las palabras: crear otro silencio” (1). Son palabras de Roberto Juarroz, “justamente un poeta automarginado, metafísico, sin otro aparente compromiso que su propia obra excepcional, desafiante, exigente”, como lo relata José Alberto Santiago (2), en suma, uno de los poetas actuales que más ha investigado en el trasfondo del ser, atendiendo a problemas fundamentales del hombre, pero sin desarrollarlos en el marco de una sociedad opresiva, como hacen tantos poetas, ni dando cuenta de una posibilidad utópica, de cambio sociopolítico, como hacen otros. Simplemente, describe la materialidad misma que constituye la poesía.

“No se trata de hablar,
ni tampoco de callar:
se trata de abrir algo
entre la palabra y el silencio,
porque el ser es escritura”.

Esto es, la escritura no se basa en el principio de la no-contradicción. Se trata más bien de un sistema del género presocrático. Cada ser suscita su contrario, su no-ser, contenido implícitamente en sí mismo. En este orden de ideas, Juarroz demanda ese juego molecular de ocupación-desocupación de la expresión que hoy impera en la poesía, en particular, pero también en todo el arte, en general, de nuestros días. Des-nombrar, descrearse es, en definitiva, reencontrar una verticalidad inicial.

Por otra parte, Juarroz nos recuerda que hay dos reinos y que están divididos por un interespacio que los separa. De este modo, es posible decir que la existencia es mundo visible (y reino oculto), palabra (y silencio), rama (y raíz), luz (y sombra),…, y que estos contrarios, antes que el poeta tome conciencia de los mismos, se encuentran en la no existencia, en la no consciencia de sus poderes, porque es sólo a partir del momento en que el poeta toma conciencia de los mismos cuando éstos, como fuerzas en presencia, se oponen, y, en consecuencia, no deja de ser una lucha insoluble de poderes en el mundo de las apariencias, de donde el interespacio que hace posible distinguir ambos reinos contrarios es el reino del cuerpo, la zona de donde deriva la luz. Si a esto añadimos que la división entre los dos reinos ha sido establecida como la realidad fundamental de la existencia, como fundadora de la pequeña historia de la iluminación, la única frontera posible es la palabra, porque cuando los opuestos se encuentran en el mismo locus experimentador, se aniquilan, se anulan.

Es entonces cuando surgen los problemas: primero se duda si algo sobre esta tierra tiene sentido, y luego, inadvertidamente, se dice que lo único que vale es lo que dura, lo que se sustrae a la ley del tiempo, pero lo que dura no es de este mundo:

“no sé si todo es dios.
No sé si algo es dios.
Pero toda palabra nombra a dios”.

Podríamos decir, a tal efecto, que el silencio es el espacio dentro del cual se manifiesta el tiempo de las palabras. O se podría decir igualmente que es el tiempo dentro del cual se manifiesta el espacio de las palabras.

“Espaciadores de silencio
abren los párpados esparcidos por la tarde
y también las palabras
qu se deslizan sin saberlo
entre los filamentos infinitesimales
de la unánime expectativa que asoma
por las grietas o ventanas de las cosas”.

De este modo, Juarroz, apostando por una estética de lo pequeño, de lo mínimo, de lo residual, instaura lo permanente por la palabra y en la palabra. “Pero, ¿puede ser instaurado lo permanente? —se preguntaba Heidegger—. ¿No es ya lo siempre existente? ¡No! Precisamente lo que permanece debe ser detenido contra la corriente, lo sencillo debe arrancarse de lo complicado, la medida debe anteponerse a lo desmedido” (3). Así, al ser fundado en la cotidianidad el poeta correlaciona la materialidad del lenguaje, siendo la poesía: “la instauración del ser con la palabra” (4).

La poesía de Juarroz reúne estas consideraciones puesto que expresa de donde está y de donde se ha ausentado. Llega a decir: “Voy haciendo mi palabra para tener donde callar”. Esta aparente “indefinición” conlleva una premisa esencial: la poesía está contenida en las palabras (indicios de diferenciación) que cortan el silencio indiferenciado. “Juarroz empapa su lenguaje —como escribe José Alberto Santiago— la verdadera materia de la poesía, en el umbral monótono, inmediato y concreto del presente, la cotidianeidad, soporte imprescindible para otra percepción de la realidad, vigente tras las apariencias más humildes y usuales” (5).

Juarroz reconoce, por otra parte, una sustancia poética, algo con existencia propia en el propio acontecer del lenguaje. Esto es: la palabra-luz revelando matices sorprendentes en todo cuanto baña, la materia-aliento apresada por la palabra instaurando la movilidad de la forma frente al derrumbe de la quietud. Y es que solamente el lenguaje puede tratar de la experiencia humana, la ucal tiene, en primera instancia, un plano anterior, luminoso e incisivo, y en el fondo, toda una serie de escalonadas perspectivas en donde se esfuman los motivos accesorios, porque, como decía Mallarmé, “las cosas existen, no tenemos por qué crearlas, sólo tenemos que aprehender sus relaciones; y es la malla de estas relaciones la que forman los versos”. O, como dice el gran poeta argentino Antonio Porchia, una de las afinidades más cercanas y queridas de Juarroz: “todas las cosas pronuncian nombres”.

Juarroz, pues, concibe “el poema como carne verbal ronca de mundo”, por tanto, su esencia misma posibilita al infinito sus significados. Dicho con otras palabras, Juarroz se empeña en la difícil pero insoslayable tarea de reivindicar la realización verbal frente a la especulación en torno de un “debe ser” de la poesía, entre otras cosas porque

“el material con que se construyen las palabras
y la argamasa que lo une
me han ido enseñando poco a poco
un ritmo secreto y solitario.

He aprendido así que toda construcción es una música
y que toda música está hecha de miradas.
La mirada de una palabra es su sentido,
entre los párpados temblorosos de una pérdida.

Porque no somos nosotros los que miramos las palabras;
son ellas las que nos miran a nosotros
y quizá también más allá de nosotros,
parpadeando con un ritmo secreto y solitario.

Tal vez mañana encuentre una palabra
que ya no mire hacia ninguna parte
y que tampoco parpadee.
Una palabra que se deje mirar”.

Siguiendo este razonamiento, la poesía no ocurre dentro del hombre, ni tampoco es inherente a él; la poesía está ahí, en todas partes, al alcance de todas las miradas que la quisieran ver. Las palabras, entonces, al igual que la mirada que corta el espacio indiferenciado, delineando, haciendo formas, son los medios para codificar en profundidad todas las formas, tanto animadas como inanimadas, dado que “lo posible es sólo una provincia de lo imposible”, es más, “sólo es posible lo imposible”.

La coordinación entre las palabras (elementos limitados) y el proceso creacional es el fundamento de la poesía de Juarroz. Cuando declara las realidades de la creación está simplemente dando voz a esas separatividades en modelos de significado. En otros términos, los modelos de significado deben aceptar el entresijo de fenómenos eventuales que es el mundo. Más aún: los modelos de significado son preguntas acerca de dichos fenómenos eventuales.

En este contexto, el poeta no es más que el interespacio del mundo frente a los significados del reino de las formas invisibles. Las palabras son los embajadores que cruzan de uno a otro reino.

“El mundo es un llamado desnudo,
una voz y no un nombre,
una voz con su propio eco a cuestas.

Y la palabra del hombre es una parte de esa voz”.

¿Cómo creerse, entonces, ajeno a la creación, o separado de ella? Si utilizamos palabras, esto es, si identificamos los objetos, ya sea como cosas o como poseedores de cualidades, ¿por qué no “desbautizar el mundo, / sacrificar el nombre de las cosas / para ganar su presencia”? Si los propios objetos son acciones concretadas, constantes de energía, ¿por qué no intensificar las palabras (que son formas de energía) provocando la búsqueda de una experiencia estática?

Una vez más, la poesía, con Juarroz, se niega desesperadamente a ser reducida a la idea de presente como un estar construyendo la Historia. Puede decirse que para Juarroz la experiencia poética de la comprensión suprema de la existencia se describe como un descenso de signos claros, los cuales el poeta eslabona mediante limpias metáforas cruzadas, constituyéndose su poesía, por su sentido metafísico, en un recibir y descifrar signos, con tal de fundamentar una justa e inseparable unidad de contrarios:

“El signo no es algo que ocurre entre sus extremos,
sino la anulación de esos extremos”.

Casi todas las corrientes hermenéuticas participan de este criterio. Algunos, como Heidegger, van más allá y agregan, como criterio óntico, esta particularidad: “Los signos son en primer lugar medios, cuyo carácter específico de medio consiste en el indicar”. Pero, ¿cuál es el indicar propio del signo? “Se indica lo que está viniendo”, de donde esta indicación tiene el carácter de la sorpresa (6). Por lo tanto, con la sorpresa el signo abre la vía al manifestarse del ser en el mundo.

Juarroz, en este orden de ideas, ofrece toda una lista de recursos usados para articular la sorpresa, tales como éstos que Louis Bourne (verbigracia, Laura Cerrato, esposa Juarroz) enumera: “la contradicción simple y compleja (una deuda del Zen), el oxímoron, la interrogación con connotaciones contradictoras, la enumeración de nombres o modificadores que sugieren el infinito y estructuras de desplazamientos de expresiones calve, la repetición como el agotamiento de proposiciones lógicas, etc.” (7), con tal de lograr un acrecentamiento de lo invisible en lo visible, del silencio en la palabra, de la raíz en la rama, de la sombra en la luz, del olvido (además del sueño, el vacío y la nada) en la memoria, de la soledad en el amor,….

Llegados a este punto, debemos decir que los signos están ahí bien a la vista para los que aceptan, y Juarroz acepta. No en vano, respondió en una ocasión: “Yo escribo sencillamente porque amo la vida”. De tal manera, que la reconoce y la significa, no como dos, sino como una, y simultáneamente, nombrándola, esto es, indicándola, porque, en definitiva, ¿no es precisamente “reconocer signos” un proceso transformativo de hacer dinámico el universo de la forma? A este respecto, y dado que el mundo es un entresijo de fenómenos (un “manojo de reflejos”, según Octavio Paz) en el que cada ser particular refleja de un modo peculiar al universo entero, la poesía de Roberto Juarroz fundamenta una cognición de la existencia basada más en movimiento y cambio que en quietud y estancamiento, ya que ha sabido sorprender los signos para que puedan comunicarse la percepción, una vez desprovista del velamiento de lo sensorial, y la cognición.

Ahora bien, toto esto hubiera sido imposible si Juarroz no demostrara ser un buen conocedor de los mensajes incomparablememente codificados del Zen, que también se encuentran en las enseñanzas originales del Taro, como en casi toda la historia de los gn´soticos a lo largo de todas las épocas. Le asusta el vacío, pero ¡abre más los ojos!, como decía Antonio Porchia, ayudándonos, entonces, a mantener bien vivo el interés por lo indecible, ya que no somos cosas hechas, sino los ignorados por nosotros mismos.

Juarroz, pues, con su poesía, ha abierto una ventana hacia adentro de las palabras que, definitivamente, le “dicen” o, lo que es lo mismo, nos “dicen”, poniendo al descubierto la realidad que siempre existió y siempre existirá, proponiendo una orientación en el mundo ambiente, sosteniendo a las cosas cuando la luz las desampara, buscando el insólito sesgo de las huidas, escribiendo, en definitiva, contra el tiempo.

(Publicado en la revista “Hora de Poesía”, nº 69-70, Mayo-Agosto de 1990, Barcelona, pp. 180-184)