Por el espacio de la memoria
El título de la última obra publicada por
Francisco Basallote, “La sombra de Euclides”, se entiende por el epígrafe que
antepone al libro y que extrae de la Wikipedia: “Un sistema de coordenadas es
un conjunto de valores que permiten referenciar unívocamente la posición de
cualquier punto en un espacio euclídeo”.
Euclídes fue un matemático y geómetra griego,
conocido como “el padre de la geometría”, autor de la obra “Los elementos”,
donde expone las propiedades de las formas regulares, a saber: líneas y planos,
círculos y esferas, triángulos y conos, etc., y donde se encuentran sus famosos
teoremas que se aprenden en la escuela. Es más, sus ideas constituyen una
considerable abstracción de la realidad, llegando a inspirar la teoría del
universo de Ptolomeo, según la cual la Tierra es el centro del universo,
girando los planetas, el sol y la luna a su alrededor en circunferencias y combinaciones de circunferencias
perfectas.
Pero, ¿cuál es el “espacio euclídeo” del poeta?
Sin duda alguna, el espacio de la memoria, donde las cosas — por decirlo con
palabras de Sergio Chejfec, en su obra “Lenta biografía”— no son más que
“sutiles pretéritos, que ya no son y siguen siendo”. Este conjunto de “sutiles
pretéritos” son las coordenadas que trata Basallote de salvar de la evaporación
fijándolas en palabras. Siguiendo esta idea, la lejana y ya inexistente morada
de la infancia se sigue construyendo en el poema, a pesar de ser un territorio
desvanecido en el tiempo. La poesía no hace más que enfatizar el deseo de
cubrir con palabras la extensión de lo perdido.
En su preciso ensayo dedicado a las diferentes
formas de habitar (“La poética del espacio”), Gaston Bachelard nos enseña que
toda morada de la infancia puede ser resumen del universo y que su recuerdo,
cuando estamos lejos de ella, puede convertirse en conjunto de la melancolía o
refugio imaginario para nuestra soledad. ¿Acaso no vuelve la morada del ayer,
por la magia de los recuerdos, para que el poeta la habite en el presente?
Como no podía ser menos, “La sombra de Euclides”
está construido como la mayoría de los libros de Francisco Basallote, como un
conjunto de poemas que se ramifican en muchas direcciones, como rizomas
simultáneos, paralelos y convergentes, donde incluso —nos atrevemos a decir—
recoge poemas que no cupieron en anteriores libros. La misma intención de
transmitir cosas con el mínimo posible. Las mismas formas breves que favorecen
la intensidad y la densidad, donde incluso incluye tres haikús y varios brevísimos poemas en prosa,
continuando con su personal estilo ajustado, preciso, claro, que se caracteriza
porque no trata de describir los contactos con la realidad que quiere poetizar,
sino su elaboración final en emociones que funcionan a partir de un mínimo detalle
expandido.
Efectivamente,
estamos ante un nuevo conjunto de poemas de Basallote que se ramifican como
rizomas. ¿Pero qué es un rizoma? El filósofo Gilles Deleuze resumió los
caracteres principales de un rizoma así: “a diferencia de los árboles o de sus
raíces, el rizoma conecta un punto cualquiera con otro punto cualquiera, y cada
uno de sus trazos no remite necesariamente a trazos de la misma naturaleza,
pone en juego regímenes de signos muy diferentes e incluso estados de
no–signos”.
En este contexto, la estructura de los poemas
alude a la multiplicidad de los recuerdos bajo la apariencia de inclusiones,
reflejos, bifurcaciones, frecuentemente complicada por las repeticiones
cíclicas. De ahí que cualquier poema de un libro de Basallote puede ser conectado
con cualquier otro. Es así como un poema está encajado dentro de otro. El mismo
esquema se repite o se invierte, de manera que todos los poemas se
interconectan y se complementan. Pero, ¿por qué ocurre este principio de
conexión? Porque siempre asocia las poderosas categorías del tiempo y el
espacio en ricas implicaciones, hasta encontrar una versión plena de un momento
singular, una vez limado ese aparato euclidiano que traba la memoria. Porque lo
que propone Basallote es el regreso no sólo a su pasado sino a su propio
origen, “a esa dimensión donde la evocación se identifica con la invención,
donde la memoria se nutre del olvido; más aún: donde el olvido es el no-ser que
es una forma del ser”, como dijo Guillermo Sucre de Jorge Luis Borges. ¿Acaso no
fue este último quien dijo en su poema “El instante”: “La memoria erige el
tiempo”?
Pero, ¿porqué destaca Basallote la sombra de su
“espacio euclídeo”? La sombra representa —desde que Jung lo planteara— las
aspectos oscuros de la personalidad que juegan un papel compensatorio cuando se
equilibra con los aspectos radiantes.
De entrada, la primera sección del libro se
titula “Luz”, y lleva cita-epígrafe de Eloy Sánchez Rosillo:
“Este deseo, esta necesidad
de retornar mil veces
a donde está la luz.”
A continuación, hay un poema-prólogo, en
cursiva:
“Si acaso el destello pudiera
ser el heraldo de la dicha
la luz entonces no sería
sino el ámbito feliz donde
el instante se transformara
en ágil vuelo, la estampida
de un ángel blanco en el silencio
azul de su partir herido.”
Y deja bien claro cuál es su cometido: “En la
luz, las exactas coordenadas de tu búsqueda.”
Mientras, nos muestra sus definiciones de la
luz:
“el desnudo esplendor
del arco abierto
a la sorpresa
de su deslumbramiento.”
“la luz era
no sólo resplandor
que abate, sino estancia
de amor.”
“es alquimia
la luz
que fluye por los atanores
de la memoria
sorprendida
en tan alto
deslumbramiento.”
Si queremos descubrir la clave de este libro la
encontramos en un artículo suyo titulado “Los lugares de la memoria”, donde
escribe: “salvo en la
poesía intensamente intimista, prevalece en el recuerdo la presencia de los
lugares donde se cobija la emoción. Dice Juan Carlos Mestre: ˝Siempre se regresa al
paraíso perdido. Lo cierto es que uno vuelve al territorio de la infancia, a
los ´loci memorie´, a los lugares de la memoria. Son los espacios donde tuvo uno por
primera vez conciencia de la palabra árbol, de la palabra río; donde vio por
primera vez una mariposa, un relámpago...˝ Y Borges dirá: ˝Sé que he perdido
tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que
es mío... No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.˝. Es decir se canta
lo que se pierde, pero esas pérdidas tienen un espacio... Todo paraíso estuvo
ubicado en ese ámbito físico de la dicha. Tomás Segovia escribe en sus Diarios: ˝Cuando evoco alguna época
mía, tengo la sensación de que esa época no está en el tiempo, sino en el
espacio...˝” (1).
Así ocurre en “La sombra de Euclides” que, sea
“en el azul / la estela de los ojos”, sea con los ojos cerrados, la luz “se
enciende en el nudo de la memoria”, le trae siempre “los días felices /en la
casa perdida / de la memoria”; sea en su “recordar callado” (donde sobreviene
siempre la misma claridad, la “silenciosa claridad”), la luz delimita el ámbito
de sus pasos “por adarves del viento” (donde la memoria le deslumbra), porque
—como remata en el artículo “Los lugares de la memoria”— aunque “el tiempo
pasa, quedan intactos los lugares de la memoria…”
¿No es acaso el poeta quien muestra el poder del
momento, quien “saca a la luz” ese algo invisible que forma parte de la
experiencia cotidiana? No es otro el sentido de toda epifanía, esa iluminación
que se da en medio de la oscuridad, y que siempre ocurre en experiencias
comunes. Como muy bien dijo Ashton Nichols (autor de “The Poetics of Epiphany”,
Tuscalosa: Alabama UP, 1987), la imaginación epifánica llena los detalles que
la memoria descuida y crea una unidad con los detalles fragmentarios muertos
del pasado.
Pues bien, Francisco Basallote presta una
atención poderosa a cada objeto que observa, hasta convertirlo en recurso de
iluminación, cuyos destellos intensifican esos instantes en que parece que el
tiempo se detiene. Un tiempo:
“cuyos vectores
fluyen desde la nada
al río inmenso de la vida
abierto al goce
de su esplendor.”
El tiempo para el poeta, en este orden de ideas,
es la suma de privilegiados momentos (a modo de “flashes”) de conciencia
emocional, transformados en palabras. Puede decirse, incluso, que en esos
destellos ve su destino pasado, presente y futuro.
La luz sobre la pared “hasta el plano de la
azotea”, sobre el tejado de cal, sobre el muro de piedra, bajo la parra de un
patio, en la esquina de la calle, en la última hora de la tarde (mientras “vira
a magenta y violeta /el fuego del ocaso”), en los ojos de un niño (“luz cernida
/ por los brazos del mundo / como lluvia fecunda / en tierra feraz”), en el
horizonte; en suma, en toda “la realidad de lo palpable”, teniendo como
objetivo extraer la vida duradera que arde en cada momento.
En este punto, destacamos en Francisco Basallote
una paradoja en relación con su obra: brevedad y una paradoja de la brevedad
que, sin embargo, genera la reacción opuesta, es decir, una barroca
proliferación de poemas que se multiplican al infinito. Pero como son
poemas-relámpagos, ejercicios de síntesis presentadas como breves digresiones,
pero que son, en realidad, intensas concentraciones, que están más allá de
cualquier argumento, no se trata de una poesía barroca por la brevedad de la
forma, sino por el contenido tan suave, lacónico, económico; es, dicho con
otras palabras, poesía barroca por ausencia, y escrita con un impresionante
oficio de miniaturista.
“En el designio
de la luz,
la piedra
es ámbito,…”
“Sentir la luz
como se siente la vida.”
“Prisma de la luz,
la tarde,…”
Llegamos ahora a la segunda sección del libro,
titulada “Espacio”, y con cita-epígrafe de Miguel Martinón:
“Aún puedo volver,
pisar de nuevo aquellas plazas,
recorrer estas calles,
acaso para despedirme…”
Y que lleva otro poema-prólogo, en cursiva:
“Herido de luz el espacio
se desdobla en expectación
y en transparencia, desertada
realidad, el flujo de ámbar
cercena el estupor del cielo
en los cúmulos encendidos
y arden los fuegos del color
en este verbo de la luz.”
Donde afirma que:
“Todo es espacio
azul,
blancura,
piedra angular
de la nostalgia.”
Y donde encontramos tres haikús impecables:
“En la pared
ha crecido una higuera,
higos de cal.”
“Sobre los muros
se mueve el acebuche,
llegan los mirlos.”
“Se va encendiendo
el sol de la mañana
en mi recuerdo.”
Para llegar finalmente a la tercera y última
sección, titulada “Tiempo”, con cita-epígrafe de Jaime Gil de Biedma:
“¡Ay! El tiempo. Ya todo se comprende.”
Y, cómo no, con otro poema-prólogo, en cursiva:
“Cierra el arquero
la curva de su día;
en el principio de la dicha
el venablo exacto de luz,
ahora se detiene el agua
en las clepsidras
y fluye en el destino
que se abre en río
de amor; en los instantes
recuperados en las antorchas
suspendidas de la ecuación
escrita en el sueño de Euclides.”
Donde constata definitivamente:
“Debajo de esa luz
está la luz
del tiempo de la dicha.”
Una dicha que recorre algunos meses del año
(enero, febrero y agosto ausentes): marzo “luminoso, incipiente en preludios de
amor”; la luz de abril como “la daga que el corazón cercena de nostalgias”;
mayo demorándose “en el espejo de sus crepúsculos”; la “luz frutal” de
junio; “vertical julio”;
septiembre con “aroma de membrillo”; luego, tras el agua del otoño, el poeta no
quiere la oscuridad del invierno “si quedan los destellos de tu esplendor.”
Porque:
“Sólo hay tiempo
en el deslumbramiento
de tus ojos,
se detiene el ayer
en el brillo
de los instantes
que hoy revives
en su misma luz.”
“En el cantil del tiempo
cuando la luz
se acabe
deja encendido
el faro de tus ojos,
sean ellos alba
tras tanta noche.”
Hasta aquí este nuevo libro de Francisco
Basallote, con poemas breves y concentrados de formato minimalista, donde se
rechaza la anécdota y todo tratamiento narrativo de la materia poética, pero
que avanza en secuencia espacio-temporal (“en las coordenadas de la luz, el
lugar y el tiempo”) como para decirnos a modo de proclamación que la poesía es,
o debe ser, cobijo y estancia de la luz.
Antonio José Trigo
NOTAS:
(1).- “Los lugares de la memoria”, de Francisco
Basallote, publicado en el nº 41 de la revista “Letras, tu revista literaria”,
Ediciones Alvaeno, diciembre de 2011, pág. 61.
Imagen idealizada de Euclides: