Juan Cervera Sanchís:
El poeta que no se cansa de celebrarse a
sí mismo.
“Quien muere con amor a este mundo es un hipócrita.”
(Shayj Abu Bakr ash-Shibli)
(Juan Cervera Sanchís en la casa de Lora del Río (Sevilla) donde actualmente vive)
Juan Cervera Sanchís es plenamente un
poeta, porque su poesía y él mismo son y diciéndose se cumplen; y, aún más, es
un poeta fecundo porque su poesía se hace queriendo y sin querer, “de golpe” o
“de improviso”, como procediendo de una resonancia, de una reverberación que, a
solas, oye. De hecho, él suele decir, entre veras y bromas, que escribe por
necesidad tras recibir una especie de ”martillazo” en la cabeza (un “martillazo
cósmico”, llega a decir incluso, porque “yo no escribo, alguien me dicta”, “una
energía que está ahí fuera y me dice ´escribe esto` y a mí me sale”, “alguien
que es una fuerza invisible me da un porrazo, un martillazo, y de golpe tienes
la necesidad imperiosa de escribir”, dijo en una entrevista realizada por
Federico Luque Sabet el día 20 de septiembre de 2013 en los jardines del Club
de Campo Las Lagunas en Lora del Río, para La Radio de Papel de dicha
localidad). Lejos de él, por tanto, la consideración del poema como “el
resultado de una constante y anhelante espera”, como dijo la poeta granadina
Elena Martín Vivaldi.
Es cierto que para él la relación
vivir/escribir es indisoluble. Por un lado, ejerce su oficio fiel de ser sólo
él mismo, representándose siempre como poeta natural e íntegro, y, por otro
lado, escribe versos simplemente porque está vivo, sin comprender que toda vida
tiene algo equivocado y algo a pleno acierto, por tanto, se pueden escribir
versos desmañados y versos aceptables, por el simple hecho de estar vivo.
Su declaración de fe en la vida y en la
poesía la repite una y otra vez desde siempre, subrayando machaconamente la
importancia de la poesía como expresión del yo, un postulado –dicho sea de
paso– que viene del romanticismo, que hacía del desarrollo del yo y la
conciencia de sí mismo su método fundamental, con nuevas palabras acuñadas con
significado positivo: “autorrealización”, “autoexpresión”, “autonomía”, que
exhortaban a crear un individualismo inspirado en la naturaleza, subvirtiendo
cualquier religión:
CONSTANCIA
Que conste, sí, que conste
que yo no escribo
para complacencia
tuya ni de nadie,
yo escribo
porque únicamente
al escribir
siento en mi corazón
que estoy haciendo lo correcto.
(De “Esta sombra que pasa”, Universidad
Autónoma de Zacatecas, México, 1989).
MANIFIESTO
Sigo escribiendo en el cielo
y en las nubes pasajeras.
Sigo escribiendo en el polvo
y en la memoria secreta
del barro y de las raíces y
en el alma de las piedras.
Sigo escribiendo en tus ojos,
aunque tú ya no me leas,
y sigo y sigo escribiendo en
las huellas de tus huellas.
Yo escribo porque creo en ti
y creo en el sol y en la tierra;
y el sol y la tierra y tú
noche y día me alimentan.
Yo sigo y sigo escribiendo,
yo no tengo otra bandera
que mi pluma enamorada del
amor y la belleza.
Sigo escribiendo en la
espuma. Sigo escribiendo en la arena.
Sigo escribiendo en la mar y
en la luz de las estrellas.
(10-12-2015)
PEQUEÑO CREDO
Creo en la palabra, palabra,
creo en la palabra sol,
creo en la palabra tierra.
creo en la palabra agua,
creo en la palabra aire
y creo en la palabra vida.
Tú, ¿en qué crees?
Por favor, no me lo digas.
Tú cree... en lo que tú
creas.
Yo, ya lo sabes,
yo sigo y sigo creyendo,
contra tirios y troyanos,
en la luz de la poesía.
(8-12-2015)
VIDA Y POESIA
Mientras haya vida
habrá poesía.
Mientras haya poesía
habrá vida.
En el origen de la vida
ya estaba la poesía
y en el origen de la poesía
ya estaba la vida.
La vida y la poesía
La vida y la poesía
siempre han viajado unidas
ya que es imposible
la vida sin poesía,
la poesía sin vida.
(5-1-2016)
LO MIO
Porque escribir es vivir
y vivir es escribir
y yo no quiero morir,
es decir,
dejar de escribir,
pues lo mío es escribir
y escribir y escribir,
y vivir y vivir
y no morir, ¡no morir!,
porque escribir….
¡Escribir es no morir!
(6-2-2016)
MI PALABRA
Mi casa es una palabra
y en ella habito y viajo
y con ella voy y vengo
y con ella sueño y amo.
Mi palabra es mi palabra
y con todos la comparto,
porque es mi palabra pan
y agua es mi palabra y
canto;
que es mi palabra alegría,
que es mi palabra trabajo,
que es vida mi palabra
y es tiempo de amor y
espacio,
espacio lleno de amor
y de tiempo enamorado.
(6-8-2016)
Y, por último, entre tantos versos sin
poema, encontramos una décima de buena factura:
DÉCIMA
Porque tengo que morir
tomo mi pluma y escribo
para parecer que vivo,
porque sin duda escribir
es oficio de vivir,
y, como torero y toro,
el arte y el miedo exploro
en la lidia de la vida,
respirando por la herida
y muriendo poro a poro.
(16-4-2015)
De acuerdo, Juan Cervera Sanchís escribe
versos como actividad vital, y no se cansa de escribir versos como un vínculo
con el tiempo, claro está, pero lo hace desde la autoinfluencia (que no es lo
mismo que la autorreflexión), desde la autorreferencia constante, como una
forma de ser dueño de sí mismo. En otras palabras, la poesía para él es un
territorio de libertad, una patria provisoria, un asilo, el único refugio donde
protegerse, donde hallar consuelo, donde jugar y jugar con los versos de su
niña fantasía, como él suele decir. Hace poco incluso se definió, a propósito
del soneto (composición poética, por cierto, que domina de forma mecánica),
como:
“Tahúr yo, del soneto, en el tapete
del verde verbo verde del casino
del verso, canto y juego cada día.”
(22-4-2016)
El problema llega cuando publica o da a
conocer al instante todo lo que escribe, sin acumular, madurar y, por último,
gestar. No tiene el pudor de no compartir lo escrito antes de tiempo. No
concibe que un poeta no es un escritor, que no puede escribir continuamente, y
no sabe que desde Aristóteles sabemos que todo lo que se escribe en verso no necesariamente
es poesía.
Llevado más por la exaltación libertaria
de la sensibilidad (que muchas veces cae en sensiblería y afectación) que por
una sana conciencia, creemos que Juan Cervera Sanchís ha llegado a un punto en
que no discierne entre lo que es un poema como auténtica obra de arte y un
conjunto de versos sin poema, más próximo al desahogo emocional o al ejercicio
lúdico, como viene haciendo desde hace ya demasiados años. Y ya se sabe, la
reacción y el desahogo inmediato como comunicación, son transparentes,
obscenos, como lo son la sucesión de sucesos o estímulos. En suma, el desahogo
inmediato no es capaz de lo bello, por lo que un poema que no logra atrapar la
fosforescencia del tiempo no es poema.
Quizá es posible entender estas
ansias-prisas-velocidades de publicación que tiene Juan Cervera Sanchís como
una extensión de su idealismo vanidoso que se aleja de toda forma de conciencia
crítica. Así como el hecho de escribir versos compulsivamente por miedo a
sentirse desvergonzadamente estéril, cuando es preferible ser estéril antes que
vanamente locuaz. Si al menos dijera como el gran poeta chileno Jorge Teillier
que “la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo”, pero tiene
todavía demasiado ego, conformándose con la inspiración (ese “martillazo
cósmico” que le dan en la cabeza, según él), sin tirar ya del oficio, lo cual
nos recuerda un aforismo de Ramón Andrés, que parafraseándolo podría decirse
que Juan Cervera Sanchís parece conformarse con soñar con una isla, y que ya no
le gusta el mar.
El hecho de no revisar, y si lo hace,
hacerlo de manera rápida y nerviosa, pasando por alto una verdadera
reelaboración y reescritura, es claro ejemplo de la nula conciencia autocrítica
de su propia obra. Digamos que es un caso que está en las antípodas del ejemplo
de Juan Ramón Jiménez, con su afán (u obsesión) por reescribir o reordenar su
obra, procurando siempre “ser lo que es y nada más que lo que es: su vida es su
obra y viceversa”, como bien dijo José Moreno Villa.
Por el contrario, Juan Cervera Sanchís
parece creer que ser autocrítico, como ser autoconsciente, es un confinamiento.
De ahí que parezca que él escribe versos sin poema para permitir al lector
observar cómo el poema puede alcanzar su versión definitiva, que es como
sugerir que, en poesía, quizá la verdad sea lo menos valioso, porque lo único
que importa es su casuística temática: un autologismo insobornable.
Así pues, pese a estar dotado de un buen
oído para la prosodia, la cadencia y la métrica, Juan Cervera Sanchís escribe y
escribe, pero sin profundidad, sin gravedad narrativa, sin atracción
figurativa; escribe y escribe por puro capricho fatuo, porque le da la gana,
hasta la impertinencia. Será por la naturaleza gratuita y desinteresada de la
poesía, alejada de todo vínculo práctico y comercial. La poesía, esa “afición
inútil”, según Ovidio, aunque indispensable. El poeta, por tanto, un “inútil
crónico”, indispensable también.
Ahora bien, como ya advirtió el poeta
Manuel Bandeira: “El lirismo es una cosa peligrosa. Hace decir bobadas,
extravagancias, sentimentalidades. Lo peor son los lugares-comunes”.
Entre los cuadernos que maneja Juan
Cervera Sanchís elabora a diario, con perpetuo nerviosismo, sus versos como
nuevos planes de fuga, pero regresando siempre al mismo punto de partida: su
“yo”, al que siempre rinde culto (autologismo), porque el “yo” –al fin y al
cabo– es el apego. Su “yo”, no su “ego”, esto es, el lado consciente de la personalidad,
subordinado al “yo”. Su “yo”, o, lo que es lo mismo, su personalidad total,
como si se conociera plenamente, esto es, como si conociera y dominara los
componentes inconscientes de su personalidad, que siempre están
desarrollándose, hasta el punto de alterar, producir cambios en ésta.
Este engreimiento (¿acaso no es un
engreído quien cree que el yo se autoconstituye?) sólo puede entenderse porque
en él pesa mucho el orgullo de ser un “niño de la guerra civil”, que quedó
huérfano de padre asesinado en 1936, y que tuvo que hacerse a sí mismo, con
ayuda de una orgullosa madre-coraje, por lo que ha tratado siempre de
fortalecer su ego, su “sí-mismo”, elevado sin discriminación alguna a la
condición de paladín, representando desde muy joven en el teatro del mundo el
papel de poeta, máscara que desde entonces ha usado en el juego de vivir, con
la que protegerse y aparentar, ya que adoptar el papel de poeta como expresión
de energía arquetípica nunca ha servido a nadie para adaptarse a la realidad
externa y a los demás. Más bien, todo lo contrario.
De hecho, ha sido a los 82 años cuando
Juan Cervera Sanchís ha confesado por fin, con total descaro, su autologismo,
como muestran estos versos escritos el 20 de abril de 2016, que evidencian el
punto en el que se encuentra este poeta, que de tanto mirarse a sí mismo, ha
llegado –en palabras de Pio Baroja– a no saber cuál es su cara y cuál es su
careta:
CULTO
Culto rindo a la vida,
que agua y aire es la vida,
que es tierra la vida
y es lluvia y sol la vida.
Te rindo culto a ti,
¡oh vida de mi vida!,
y a mi me rindo culto,
y, en alas de la vida,
voy y vengo por la vida
con la risa en los labios,
y alegremente niño,
por más que sé que un día
la vida he de perder.
A la vida, a la vida,
tan fascinante siempre,
tan bella y misteriosa,
le rindo culto yo.
Otros
ejemplos de su “autologismo”, de su preocupación desmesurada y enfermiza por
exaltar su necesidad imperiosa de que los demás perciban su condición superior,
haciendo gala en todo momento de su “musculatura íntima”, imponiéndosela al
lector por si no la percibe voluntariamente, para lo cual se disfraza de
hombre-anuncio convencido de que ha alcanzado la excelencia personal como
poeta, promocionando sin parar su autoimagen en versos sin poema a modo de
“selfies” (autofotos):
YO SE
Si somos mercancía desechable
esta vida es un fraude.
Tú para mi jamás
serás ni podrás ser
mercancía desechable.
Yo, para ti, no sé.
No se yo, para ti,
si soy mercancía desechable.
Yo ni vendo ni compro.
Yo no soy mercancía;
que otros compren y vendan.
Yo canto con el sol
y canto con el agua
y con el aire canto
y canto con la tierra
y con el cielo canto
y canto con las nubes.
Yo no soy mercancía
desechable.
Yo sé que sufro y amo.
Yo sé que soy eterno
y sé que sueño y canto.
(3-11-2015)
A MÍ
Todos los años son viejos, en
la Creación nada hay nuevo;
que nadie se engañe, ¡nadie!,
creyendo en esto o aquello:
la vida como la muerte son el
mismo y viejo cuento.
El tiempo es un espejismo, el
tiempo nunca ha existido,
el tiempo siempre es el
mismo; el tiempo no tiene edad
y, como Dios, es eterno e infinitamente
viejo.
A mí no me hables de años, y
aún menos de años nuevos,
a mi déjame creer en todo lo
que no creo
y, por sobre todo, a mí,
permíteme bordar versos
y ósculos maravillados en los
pañuelos del sueño.
(1-1-2016)
(Juan Cervera Sanchís en Aeropuerto Internacional Benito Juárez (14-7-2013)
En su constante loa a su autoestima,
comete el imperdonable error de equiparar el tiempo con Dios, cuando la verdad
es que “es Dios Quien hace el tiempo, es Dios Quien causa que ocurran los
eventos y accidentes, y Él es el Creador de todo lo que ocurre.” (Imam
An-Nawawi), de ahí que no debamos nunca desperdiciar ni abusar del tiempo, sino
que debemos valorarlo como una bendición de Dios, porque cuando nuestro tiempo
en este mundo termine, no habrá vuelta atrás y tendremos que rendir cuentas por
lo que hicimos. ¡El tiempo en verdad es precioso, y quien lo maldice es un
ingrato ignorante!
Además, se empeña tanto Juan
Cervera Sanchís en hablar de sí mismo en sus versos sin poema, que no sospecha
(no lo ha sospechado nunca a lo largo de su dilatada carrera literaria) que al
lector no le interesa nunca dicho empeño (pero ni el suyo ni el de ningún poeta
o escritor), algo que ve siempre como algo irritante, porque cuando un buen
lector se presta a leer un poema o una obra literaria cualquiera, se está
muriendo de ganas de hablarle de él mismo al poeta o al escritor de turno,
entablando un diálogo con su obra para descubrir “su verdad”, porque no es de
recibo que aquellos quieran imponerle la suya. En otras palabras, podría
decirse que es mejor poeta o escritor aquel que no se vende, sino que deja que
lo compren, porque el “yo” es personal e intransferible, y no hace falta
publicitarlo, mucho menos imponerlo.
Incluso
para conmemorar el tercer aniversario de la muerte de su esposa, Juan Cervera
Sanchís escribió una serie de versos sin poema (que al parecer reúne en un
cuaderno bajo el título de “Caprichos”), donde se contabilizan innumerables
“yo”, incluso dentro de preguntas retóricas, porque se formulan sin esperar
respuesta, teniendo como fin reforzar y reafirmar su punto de vista, limitado a
levantar acta de su tarea de zurcir una egolátrica aureola de “amores propios”,
porque no repara siquiera en imitar la emoción engolando la voz en un…¡solemne
bla bla bla!
Basten
algunos ejemplos:
Murió
quien yo más quería
y
mi vida desde entonces
dejó
y dejó de ser vida.
Quienes
creen que yo estoy vivo
se
equivocan. Es mentira
que
yo esté vivo.
¡Es mentira!
Yo
no soy más que un muerto
que habla, sonríe y camina.
(16-9-2013)
Hay
días que amanezco
con
unas locas ganas de vivir,
pero
no tengo cómo,
ni
dónde, ni con quién,
pues
tú no estás.
Tú
ya no estás, Amor,
y
yo amanezco.
Yo
amanezco, ya ves,
con
unas locas ganas de vivir.
Es
cuando me pregunto:
¿Debería
amanecer?
(23-9-2013)
TENÍA
Yo tenía lo que no tengo, el
cielo de tu mirada
y el rojo sol de tus besos.
¿Tenía yo? ¿Realmente yo tenía?
¿Tenía yo todo aquello que yo
creía tener
o, en verdad, todo aquello
sólo era una fantasía?
Esta vida es un tormento y
una trampa es esta vida.
Tenía yo lo que no tengo, el
rojo sol de tus besos
y el cielo de tu mirada;
ahora ya no tengo cielo
y tampoco tengo sol, devorado
por el tiempo,
ahora apenas, apenitas, como
se musita en México,
si es que estoy vivo yo,
tengo la sombra de un sueño
que se
mira, y no se ve, en el desierto sin sombra
de mis
hirientes y rotos desolados espejos.
(15-1-2016)
PERDIDO
Sin tu
amor
anda
perdida mi vida.
He perdido
la cabeza,
mi cabeza
se ha perdido
y yo ando
más que perdido
de los
pies a la cabeza.
¿Soy yo,
yo? ¿Quién soy yo?
Yo ya no
sé quien soy yo
y no lo
quiero saber.
Que no,
que no, ¡ay!, que no.
Entre los
espejos rotos
y mi roto
corazón
anda
perdida mi vida
sin tu
amor.
(29 Mayo 2016)
Leyendo estos versos sin poema comprobamos que Juan Cervera
Sanchís no ha entendido en absoluto –como bien dijo Pascal– que “es preciso
amar a un ser que esté en nosotros y no sea nosotros”.
En este orden de ideas, bien le convendría a Juan Cervera Sanchís
leer los poemas que Juan Ramón Jiménez escribió ante la enfermedad y pérdida de
su mujer, Zenobia Camprubí. Nos referimos al breve pero intenso libro “De ríos
que se van” (compuesto por tan solo 26 poemas, escritos entre 1951 y 1954, y
con la siguiente dedicatoria: “A mi mujer, por la esencia de su alma ya
vista”), que fue editado por primera vez en el año 1974 (Juan Ramón murió en
1956), de donde elegimos estos dos poemas:
Los dos en
más realidad
Yo vine del
allí libre
y estoy
preso en este aquí;
antes yo era
lo infinito
que hoy no
sé ya concebir;
soy sólo el
que considera,
sin
comprenderlo, aquel sí
que fue y
que ahora es el no.
… Y lo que
iba a decir:
morirme es
volver a ser
lo infinito
que ya fui,
ser lo que
ya no comprendo.
(¡Y es estar
contigo en ti,
mujer,
cuando tú te mudes
para ese
mismo sinfín!)
Es la fe del
más gran mar,
fe
innecesaria, que a allí,
como todo
está en su sitio,
sólo es
necesario ir,
ir, morir,
ir, volver, ir,
llegar,
morir, ir, ¡morir!
(¡Morir para
siempre ya
contigo,
mujer, tú en mí,
yo en ti,
los dos en los dos,
en igual
trasexistir!
Los dos en
más realidad,
orijen en
fin, al fin;
los dos en
lo original,
sin nunca
inquirir ya si
esto es
aquello o lo otro,
sin nadir o
sin cenit;
un sentido
de sentidos,
suma total
del sentir.
Ser la nada
de lo todo,
la sombra
del cuerpo, sin
el cuerpo
que es ya la sombra.)
¡Pues venga todo el morir!
Con tu voz
Cuando esté
con las raíces
llámame tú
con tu voz.
Me parecerá
que entra
temblando la luz del sol.
Muy lejos de Juan Cervera Sanchís el
hecho de escribir como una estrategia de protección, de borrar huellas, como
hacen algunos poetas, o como una forma de desapego de la angustia de vivir,
como hacen otros; más bien, todo lo contrario: Juan Cervera Sanchís ha hecho de
la escritura de versos día a día una ocupación inmodesta, aún sin tener algo
importante que decir pero con una necesidad imperiosa de decirlo. Porque el
patrón moral que su esfuerzo le ha llevado a mantener a lo largo de su vida es
hacer emerger siempre su Yo para no alcanzarse o, lo que es lo mismo, para no
alcanzar la Verdad que eso (esto es, escribir desde el más puro egoísmo hasta
la impertinencia) es un abismo, totalmente negro, y tan falto de ventilación
como la memoria fija en un solo recuerdo.
No se da cuenta el muy terco de que
hace ya mucho tiempo que no escribe más que versos sin poema, que acaban siendo
una amalgama de banalidades, donde el laconismo sucede a la exageración, como
en las charlas o tertulias de cafeterías a las que está tan acostumbrado, que
funcionan –como alguien advirtió con gran perspicacia– a modo de sucedáneo de
hogar o de país, de resguardo, de lo habitual.
Lo único a su favor es que cuando
escribe versos sin poema no adula jamás al lector para que le diga que es un
buen poema, porque sus versos, en definitiva, son para él el camino hacia él
mismo, son una celebración perpetua de sí mismo, dándose el extremo (o, lo que
es lo mismo, el colmo patético) de que parece considerarse a sí mismo su poeta
preferido, como si en la recta final de su vida hubiera descubierto que las
palabras se inventaron solo para decir “yo”.
Poeta, por tanto, de distraída
modestia, ¿cómo va a ser humilde quien no tiene miedo de las palabras? Sólo los
grandes poetas tienen ese miedo, y por eso perduran sus obras en el tiempo,
como el caso de Saint-John Perse, quien llegó a decir: “Tengo miedo de las
palabras: no decimos nada profundo que no empiece a sonar como frase”. Sólo los
grandes escritores tienen mucho cuidado con las palabras, porque “al menos una
trae consigo la muerte”, como bien advierte el escritor islándes Jón Kalman
Stefánsson.
Sin remedio, Juan Cervera Sanchís
habla y habla, y escribe y escribe, creyendo que la poesía es
una mera efusión sentimental, cuando es –por el contrario– la condensación suprema de una experiencia
de vida, como bien dijo Rilke. Y aún más, cuando a veces manifiesta la ilusión
de estar desencantado de sus condiciones de charlatán y grafómano, lo hace con
cinismo, como cuando escribe lo siguiente, disfrazado no se sabe bien si de
monje budista o de monje cartujo:
A VECES
A veces uno calla,
porque mejor que hablar,
a veces, es callar.
Calla y calla uno a veces,
y es cuando uno calla
cuando uno dice y dice
lo que hay que decir
y realmente uno piensa,
y nadie está escuchando
a no ser Dios.
A veces uno es uno
y todo se ilumina dentro de
uno
y se esfuman las sombras.
A veces uno calla, calla y
calla,
y callar y callar,
es, en verdad, a veces,
¡de verdad!, cuando uno sin
más lo dice todo.
(19-5-2016)
Y al día siguiente esto otro, disfrazado esta vez de predicador
protestante o católico:
EL VERBO
Quien no
cuida y embellece su palabra;
quien
denigra su palabra;
ni no ama
ni respeta su palabra;
quien
carece del valor de la palabra,
no es voz
ni es sombra ni es nada;
pues si en
el principio era y fue
la divina
luz del Verbo,
a pesar
del confuso y denigrante
parloteo
en que hoy nuestro mundo se desboca,
será,
hasta el fin de los tiempos,
el Verbo
quien nos guíe y quien nos salve.
(20-5-2016)
Y encima el muy torpe va y “no cuida y embellece su palabra”,
escribiendo mal este verso:
“ni no ama ni respeta su palabra”,
cuando debería haber escrito:
“quien no ama ni respeta su palabra”.
Pero, ¿por qué continúa Juan Cervera escribiendo versos sin poema? Si
publicar no es parte esencial del destino de un poeta, sino soñar, leer (hasta
los papeles rotos), escribir y corregir. Continúa escribiendo versos sin poema
porque no sabe esperar, es incapaz de luchar contra su propia obstinación de
repetirse. Ignora que toda experiencia debe decantarse, formar un poso, pues de
ese limo surge el poema perdurable. Además, sólo cuando callan las palabras
surge el verdadero pensamiento.
Jamás comprenderá –por decirlo con unos versos de Jorge Teillier– que
“lo que importa no es la luz que encendemos día a día, sino la que alguna vez
apagamos para guardar la memoria secreta de la luz. Lo que importa no es la
casa de todos los días sino aquella oculta en un recodo de los sueños.” Jamás
comprenderá Juan Cervera Sanchís la dimensión de estas palabras, aunque viva
mil veces mil años cada vez.
Con la edad, Juan Cervera Sanchís no ha hecho ningún giro creativo
donde cuestione aspectos de sus anteriores obras para dar paso a creaciones con
más altas miras. Todo lo contrario, no hace más que repetirse o, lo que es lo
mismo, recantarse. Recanta, hace calcos exactos de versos una y otra vez,
insistiendo mucho en la gracia (mejor dicho, gracieta), con el peligro
consiguiente de la frivolidad que ello encierra.
¿Por qué no lee a los grandes poetas de su tiempo para que deje de
celebrarse a sí mismo, deje –en definitiva– de considerarse a sí mismo su poeta
preferido? Nada, Juan Cervera
erre que erre: ante el temor de escribir poesía literaria (aquella que suplanta
hechos poéticos con palabras), se limita tan sólo a desahogarse, justificarse,
y, finalmente, rendirle culto a la vida y a él mismo como “pequeño dios”,
porque incluso parece no conocer ya (¿alguna vez los conoció?) a los poetas
suyos, a quienes a lo largo de su vida le han ayudado, absorbido, multiplicado,
a saber: los grandes poetas del Siglo de Oro. No en vano se ha definido en
algunas ocasiones como “hijo del Siglo de Oro”.
De acuerdo, toda su obra no es más que
una radical fe de vida, pero nada es más patético en el arte como copiarse a sí
mismo, nada es más patético en el arte que tratar de justificarse con el
argumento de que uno debe preservar su identidad. Porque “no es igual ser uno
mismo que hacerse ˝idéntico˝, puesto que esta calcada mismidad resulta ser lo
más pesado que se puede ser. Para uno mismo y para los otros. Todos los autores
que se reiteran por miedo al mercado [o, lo que es lo mismo, miedo a la
audiencia] terminan por morir amargamente en su autoplagio.” (Vicente Verdú,
“Tinieblas del autoplagio”, diario El País, sábado 25 de junio de 2016, p. 34)
En otras palabras, los últimos versos sin
poemas (que no son más que trazos faltos de nuevos destinos) de Juan Cervera
Sanchís, registran el zigzag de su autoafirmación personal, y ¡con qué
soberbia!
Porque es soberbio quien llega a creer
que todavía no han nacido los que compartan y comprendan su poesía y su
libertad:
NACERÁN
No han
nacido todavía,
pero
nacerán un día
los que al
fin compartirán
estas
locas fantasías
que ya son
mis más
bella realidad.
Todavía no
han nacido,
todavía,
todavía,
los que
conmigo amarán,
y conmigo
cantarán,
y conmigo
soñarán,
y
compartirán conmigo
la poesía
y la libertad.
Todavía no
han nacido,
pero Dios
y yo sabemos
y, con
Dios, el sol, la tierra,
el agua y
el aire,
que un día
nacerán.
(17-6-2016)
¡Hasta aquí podíamos llegar! No duda lo
más mínimo ponerse al mismo nivel que Dios (“Dios y yo sabemos”), y a renglón
seguido incurre en claro panteísmo, asociando al Creador con la naturaleza
(formada por los cuatro elementos: sol, tierra, agua y aire), como si la
naturaleza y Dios fueran conceptos equivalentes de un mismo ser. ¡Intolerable!
En este orden de ideas, Juan Cervera
Sanchís hace gala –siempre que se le pregunta– de su desdén a todas las
religiones, porque no cree en ninguna de ellas, moviéndose entre el
escepticismo y el cinismo, por mucho que quiera disfrazarse de deísta, y considere
a Dios como inmanente y trascendente, como demuestra en estos versos, jugando
con el elemento agua, sin tener la más mínima sospecha de que el agua no puede
lavarse a sí misma, como dice una canción budista:
SIN RESPUESTA
Era agua y se moría
y se moría de sed.
Era agua y
no sabía que era agua
o si era
ella o era él.
Quien no
sabe cree saber
y, quien
sabe,
sabe, y
sabe muy bien, que no sabe
y duda de
su saber.
¿Era agua?
¿Era sed?
¿Era ella?
¿Era él?
La obra y
el autor se ignoran
y no
sospechan cuál es la realidad
ni cuál la
ficción.
Una
pregunta eres tú
y una
pregunta soy yo
y, ni tú y
ni yo,
conocemos
la respuesta.
Si es que
la respuesta existe,
la tiene,
si es que la tiene,
y al
parecer bajo llave,
Aquel que
llamamos Dios.
(23-9-2016)
El escéptico,
desde la vieja Grecia, es quien no toma ninguna proposición (en este caso,
ninguna religión) como verdadera sin haberla probado antes, y reconoce la
dificultad que hay en probarla. Y el cínico, también desde la vieja Grecia, es
quien niega cualquier valor como director de la actividad humana, porque todo
le parece igual, nada mejor. En resumidas cuentas, Juan Cervera Sanchís no es
una persona cauta frente a toda fe en principios absolutos, sino que es un
acérrimo escéptico porque duda de las verdades, y es un acérrimo cínico porque
detesta acabar siendo un fanático (esto es, alguien dispuesto a castrarse a sí
mismo para servir a un dios o una diosa, según la etimología; en última
consecuencia, alguien dispuesto a matar por algunos valores), que es como él
juzga a todo seguidor sincero de una religión, porque las únicas proposiciones
que él acepta como valores son aquellas que encajan con sus ideales, metas,
objetivos o proyectos prácticos propios de autoafirmación, de constante “canto
a sí mismo”, inspirado en la filosofía liberal del transcendentalismo que
coloca la naturaleza antes que cualquier estructura religiosa formal, y la
conciencia individual antes que el dogma.
Y respecto
a la utilización del dicho clásico, de raíz cristiana: “El sabio sabe que no
sabe, el ignorante cree saber” (eco del texto bíblico: “Si alguien cree que
sabe algo, aún no sabe nada cómo debe saber”, Corintios 8:2, y que tiene
resonancias complementarias del dicho de Sócrates: “sólo sé que no sé nada”),
él lo emplea versionándolo y parafraseándolo de mil maneras entre sus versos, e
incluso como motivo para dar –con descarada insolencia– certificados de
ignorante, de necio, a todo aquel que se planta delante de él y le roba
protagonismo. Sea en verso, como los citados más arriba: “Quien no sabe cree
saber y, quien sabe, sabe, y sabe muy bien, que no sabe y duda de su saber”;
sea en carta privada, con grosera arrogancia: “Los dichos de los que dicen que
saben y realmente no saben, no me consuelan; a mí ya no hay manera que nadie me
engañe y menos que yo me autoengañe”.
Manifestaciones
claras de la soberbia del escéptico que –al cultivar varias convicciones en su
cabeza y varias tendencias en su realidad, incluso al mismo tiempo– creen ver
más realidad, vivir en más realidad, sin querer inferirla sino observarla, sólo
que en el caso de Juan Cervera Sanchís, en lugar de observar más mediante la
variedad de la vida, manteniendo varios puntos de vista, sólo se observa a sí
mismo desde todos los puntos de vista, obligado a escribir para descargarse,
para soportarse, siendo para él la poesía la mejor compensación a sus defectos
y carencias, al saberse naturalmente un ser finito que tiene una vida finita,
limitada por la mortalidad. Es decir, encuentra en la poesía la única salida
donde avanzar, descargando, compensando y corrigiendo todas sus desventajas,
todas sus carencias. Algo totalmente legítimo. El problema reside cuando, en
lugar de tener la poesía como compensación para permitirle vivir una vida más
humana, a pesar de todo (ser finito, vida finita, etc.), acaba defendiéndola y
desarrollándola como una ilusión de absoluto, terminando por considerar a la
Poesía como una Religión, “la única religión que nos queda” (como han llegado a
decir muchos poetas), como para justificar que no tiene tiempo para una ruptura
absoluta con la realidad, dado que muere, como todos, demasiado pronto, aunque
él ya sea octogenario.
No, Juan
Cervera Sanchís ha dejado escrito recientemente que su estilo no es “huir por
ningún hoyo negro por negro que éste sea”, como hicieron tantísimos poetas:
Gérard de Nerval, José Asunción Silva, Georg Trakl, Alfonsina Storni, Marina
Tsvetaeva, Vladimir Maiakovski, Cesare Pavese, Paul Celan, Gabriel Ferrater,
Anne Sexton, Alfonso Costafreda, Kostas Karyotakis, María Poliduri, Antonia
Pozzi, John Berryman, Sylvia Plath, etc., la lista es interminable. Es
consciente de que tiene que seguir escribiendo, porque si “deja de escribir
también deja de vivir” (como dijo en unos versos en el libro “Ácido Mundo”, Ed.
Luzbel, méxico, 1983), tiene “que seguir en pie y cantando
y esperar que el
reloj de la luz
marque el segundo exacto de su liberación”. Al fin y al cabo, como dijo el filósofo Odo Marquard,
con incuestionable sorna, la tasa de mortalidad de la especie humana es del 100%.
(León Felipe, en México D.F.)
Por otra
parte, y siguiendo al pie de la letra aquel famoso poema de León Felipe que
comienza “Sé todos los cuentos”, Juan Cervera Sanchís tilda como “cuento” todo
lo que se mueve a su alrededor, no ya sólo la vida como la muerte (según él,
“el mismo cuento”), sino cualquier opinión o argumento que no sean acordes con
los suyos. Es la forma habitual de expresarse de quien vive siempre en tiempo
de descrédito, dominado por la sospecha, convirtiendo cualquier diálogo en un
ejercicio de prevención, y anulando cualquier debate con esta matraca de
desprecio: “¡No me cuentes más cuentos!”.
El poema
de León Felipe dice así:
SÉ TODOS
LOS CUENTOS
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan
con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con
cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
Un poema que enseña que la vida es solo un cuento
que ocurre, dando a entender que la vida de los hombres está siempre guiada a
seguir lo que los demás piensan o dicen, como recalca el uso de la anáfora,
esto es, de la repetición de la palabra “cuentos” al final de cada frase,
cancelando así cualquier tentación de alternativa, incluida la de los sueños.
Un poema seco y descarnado que define la derrota
de la vida, y que le sirve a Juan Cervera Sanchís como matraca para ser dicho a
diestro y siniestro de manera cotidiana: cuentos, cuentos, yo no quiero
cuentos… No en vano, fue León Felipe, con su conocida generosidad y sencillez
–pese a estar ya enfermo–, quien tras recibirlo en su casa situada en Colonia
San Rafael nada más llegar aquel a México D.F. en 1968 (una casa que era una
auténtica “oficina de relaciones públicas”, según se decía), se convirtió para
Juan Cervera Sanchís en una especie de maestro o mentor durante unos pocos
meses (porque León Felipe murió en septiembre de ese mismo año), orientándole a
seguir los pasos hacia la poesía asentada en “la Intrépida Metáfora Demiúrgica”
(que León extrajo de la lectura del Quijote, figura grotesca que llegó a
definir como paradigma del poeta prometeico), y no en la “metáfora retórica,
relamida”, y en la consideración final de la poesía como oración, porque –como
le dijo en una de esas conversaciones– “el rezo máximo está en los poemas que
uno hace”.
A este respecto, León Felipe que siempre creyó
que “los grandes poetas no tienen biografía, tienen destino, y el destino no se
narra, se canta” (prólogo en verso a su traducción del “Canto a mí mismo” de
Walt Whitman), acabó reivindicando la figura del poeta como “vate” (palabra latina
que sirve para designar tanto al profeta como al poeta), sólo que dependiendo
del humor con que se levantaba la figura del poeta podía aparecer ensalzada
hasta lo sagrado o degradada hasta lo bufonesco.
Pese a dicha bipolaridad, al comparar León Felipe
la figura del poeta con la del profeta, era de suponer que el poeta quedara
“investido en consecuencia de la dignidad de un sacerdote”, lo cual nos parece
que induce a error o encubre la usurpación de personalidad, porque son roles o
papeles que poseen sus propias claves, no intercambiables. Una estúpida
correspondencia que hizo León Felipe tras humedecer excesivamente
–parafraseando unas palabras suyas– con su saliva y con su sangre el polvo seco
de la Biblia, de la que extrajo, entre otras cosas, el versículo como su mejor
forma de expresión. En este punto, preferimos lo que Charles Baudelaire dijo:
“No encuentro más que a tres seres respetables: el sacerdote, el guerrero y el
poeta. Los demás han nacido para las caballerizas, para ejercer eso que se llama
profesiones”.
En este punto, nos permitimos una digresión para
evocar un tema paralelo, el hecho de que León Felipe –poeta profundamente
cristiano– escribiera un discurso poemático titulado “Israel” con motivo del
regalo simbólico del bosque plantado en su honor y con su nombre en Israel (un estado genocida desde su fundación), en
reconocimiento a su clara posición favorable a los judíos, que pronunció el 31
de julio de 1967, y que se publicó posteriormente en 1970 (editorial
Finisterre, México D.F.), donde se detiene en el elogio y la descripción de la
dinastía de los profetas, que equipara con los poetas. Y aún más, a un mes
antes de morirse –como le dijo a Juan Cervera Sanchís en una de sus ultimas
conversaciones– quería hacerlo en Israel. Unos años antes, había escrito un
poema titulado “Auschwitz” (cuya dedicatoria dice: “A todos los judíos del
mundo, mis amigos, mis hermanos”), inserto en su libro “¡Oh, este viejo y roto
violín!”, publicado en 1965, y que ha sido utilizado y leído en multitud de
ocasiones y lugares para conmemorar el Día del Holocausto.
Un botón de muestra:
ISRAEL
Israel,
tienes que aprender otra vez
a construir dioses.
Tú que investaste el monoteísmo
y engendraste a Cristo
pero no le quisiste (allí estuviste mal),
tienes que aprender
esto que dicen ahora
tus viejos profetas escondidos:
“Son dioses todos los hombres de la tierra”.
Un discurso en el que –como observa Juan Frau en
su estudio “La teoría literaria de León Felipe”– León Felipe “está hablando de
sí mismo, que refleja sus propios presupuestos, tanto en la actitud ante la
vida como en la actividad poética. (…) Si se interpreta que todo lo que dice de
los profetas puede legítimamente aplicarse a los poetas, como resultado de la
identificación que hace León Felipe de ambos, se obtendrá la siguiente
caracterización: la libertad es una característica primordial, necesaria para
el poeta, quien muestra un desinterés absoluto por lo material y un desprecio
similar por las apariencias sociales; sólo existe una dependencia del viento,
que en el terreno vital se entiende como una mezcla de la experiencia
biográfica y del destino en tanto que en el terreno poético equivale a la
inspiración: recuérdese que a este efecto manifiesta Manuel Alvar que a León
Felipe ˝como a los viejos profetas, la inspiración le viene por unción˝”.
Una inspiración por unción, por tanto, que Juan
Cervera Sanchís defiende también para sí mismo, que traduce como “un martillazo
cósmico” que le dan en la cabeza y que le insta a escribir inmediatamente, a
ser posible –siguiendo la pauta de León Felipe– con un lenguaje llano y directo
(aunque lo envuelva con rima, metro y cadencia), y que a veces es revestido
incluso de un estilo duro y áspero, como hizo León, quien reconoció incluso que
metía en el poema “elementos disonantes, cínicos y groseros”.
Una relación esta de León Felipe y Juan Cervera
Sanchís que –repetimos– duró tan sólo unos pocos meses (desde marzo de 1968
hasta el 18 de septiembre de 1968, en que León muere), y que Juan Cervera
Sanchís ha incluido en su curriculum como un encuentro fundamental en su vida,
exagerándolo en la medida justa, porque –aunque surgió en un momento oportuno
para él, recién llegado a México pocas semanas antes de su primer encuentro con
León Felipe– el período de tiempo es bastante limitado e indeterminado. No obstante, el tiempo suficiente para que éste viera y seleccionara los poemas del que sería el primer libro de Juan Cervera Sanchís en México, que con el título "Estoy aquí, ¡miradme!", fue publicado por el editor gallego Alejandro Finisterre, amigo personal de León, en enero de 1971, con el objetivo de presentarlo públicamente como un nuevo poeta en el panorama azteca, con un título que denota, no un posicionamiento productivo, sino reactivo, expresando una necesidad desesperada de darse a conocer y gritar a los cuatro vientos: ¡aquí estoy! ¡miradme! ¡soy lo que buscáis y ya estoy disponible! Y con una necesidad de autoafirmación que llega incluso a altas cotas de insolente vanidad, como cuando dice: "Ver a Dios, ver a Dios. ¿No será ver a Dios verme a mí mismo?"; "Yo. Digo yo, digo yo y tiembla el universo. Y el sol brilla distinto."
Pese a todo, durante sus muchas conversaciones (tanto en la casa de León Felipe como en el Café Sorrento, donde éste solía estar los días que no estaba indispuesto en su casa, pues estaba enfermo), éste registró en papel algunas confesiones del poeta zamorano, que hizo públicas años más tarde, y en las que transcribió los consejos que le daba para que defendiera y siguiera su vocación, aconsejándole, por ejemplo, a qué poetas leer (Federico García Lorca, Emilio Prados, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, César Vallejo, José María Valverde, José Hierro, por ejemplo) y a quiénes no (los poetas barrocos –Góngora, Calderón, Sor Juana Inés de la Cruz, etc., a los que acusó de “exuberancia de cornucopia, pastelería literaria”–, Jorge Luis Borges, Gabriel Celaya, Blas de Otero, Miguel de Unamuno, Gerardo Diego, etc.), llegando a decirle incluso que Juan Ramón Jiménez “era un poeta de gabinete y de laboratorio”. ¡Palabras que traslucen pura envidia!. Porque, ¿qué podía decir de un gran poeta alquimista un farmacéutico metido a poeta cómico-trágico de la legua?
Pese a todo, durante sus muchas conversaciones (tanto en la casa de León Felipe como en el Café Sorrento, donde éste solía estar los días que no estaba indispuesto en su casa, pues estaba enfermo), éste registró en papel algunas confesiones del poeta zamorano, que hizo públicas años más tarde, y en las que transcribió los consejos que le daba para que defendiera y siguiera su vocación, aconsejándole, por ejemplo, a qué poetas leer (Federico García Lorca, Emilio Prados, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, César Vallejo, José María Valverde, José Hierro, por ejemplo) y a quiénes no (los poetas barrocos –Góngora, Calderón, Sor Juana Inés de la Cruz, etc., a los que acusó de “exuberancia de cornucopia, pastelería literaria”–, Jorge Luis Borges, Gabriel Celaya, Blas de Otero, Miguel de Unamuno, Gerardo Diego, etc.), llegando a decirle incluso que Juan Ramón Jiménez “era un poeta de gabinete y de laboratorio”. ¡Palabras que traslucen pura envidia!. Porque, ¿qué podía decir de un gran poeta alquimista un farmacéutico metido a poeta cómico-trágico de la legua?
En este punto, es posible decir que Juan Cervera
Sanchís –guiado quizá por la mala influencia de León Felipe– ha tendido
siempre (tanto en su obra como en su vida) a privilegiar su “amplia visión” sin
contemplar la más mínima y necesaria autocrítica, llegando a tener claros
síntomas del llamado “Síndrome de Hubris” (acuñado por el médico y político
británico David Owen), el trastorno de los que, con un orgullo o una exagerada
autoconfianza, creen saberlo todo de la vida, y con qué desmesura (“hibris” o
“hybris”), abatiendo incluso a todos los que descuellan en demasía delante de
él, robándole protagonismo. El Síndrome de Hubris “saca su nombre –según el
médico psiquiatra argentino Harry Campos Cervera– del teatro de la Grecia
antigua, y aludía particularmente a la gente que robaba escena”,
caracterizándose por las siguientes manifestaciones: narcisismo (con pinceladas
incluso de histrionismo), imaginar que lo que piensa es correcto y lo que
opinan los demás no, creer que todos los que lo critican son enemigos,
manifestando desprecio por ellos con un enfoque personal exagerado, creyendo
que sólo va a rendir cuentas, no a la sociedad, sino a sí mismo y a sus pocos e
ignaros y aduladores amigos y familiares, que sólo va a responder, no ante la
historia, sino ante Dios (sabiéndose absuelto de antemano), etc., llegando “a
perder la perspectiva de la realidad total y ver sólo lo que quiere ver”, de
manera agitada, imprudente e impulsiva.
(Juan Cervera Sanchís con León Felipe en México D.F., 1968)
Cultiva tanto Juan Cervera Sanchís el
autologismo (el yo, esa simplificación), que nos recuerda –salvando las debidas
distancias– al simple y ocurrente poeta chileno Nicanor Parra, quien a sus 102
años sigue todavía engarzando desmedidamente sus gracias y desgracias en sus
famosos antipoemas, llegando a decir:
“Durante medio siglo
la poesía fue
el paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
y me instalé con mi montaña rusa.”
Una orgullosa arrogancia que fue
contestada, de manera punitiva y airosa, por el poeta también chileno Gonzalo
Rojas en una riente versaina escrita en 1967 titulada “Gracias y desgracias del
antipoeta”, del que extraemos algunos párrafos:
GRACIAS Y DESGRACIAS DEL ANTIPOETA
Antiparriendo, remolineando,
que Kafka sí, que Kafka no,
buena cosas, roba-robando,
se va Cervantes y entro Yo.
(….)
Me dieron orden de envenenar,
de envenenar la poesía.
Maldita tu tía y la mía
y me la tengo que viciar.
(…)
Dicen que dicen que soy el único
con mi artefacto original,
que soy el sol, que soy la sal,
patán, patudo, patatúnico.
Yo soy, yo soy el Individuo
y el dólar me dio la razón:
arreglín, qué más, arreglón,
individuo color residuo.
(…)
Por último déjenme suelto,
total ni Whitman ni Picasso
y al mismo Dante por si caso
¡juntos sí pero no revueltos!
Digan que sí, digan que no,
digan que soy un comemierda:
que aquí se me acaba la cuerda:
que si Cervantes, que si Yo.
Pero lo cierto es que no hay quién,
no hay quién, no hay quién, no hay quién,
no hay quién,
no hay en ninguna parte quién,
absolutamente no hay quién.
Rima pobre, métete el miedo:
rima rica con disimulo:
¡gracias y desgracias del culo
como ya lo dijo Quevedo!
De esta forma, a modo de juego severo e
incluso sombrío para mojarle a Nicanor Parra la oreja, como hiciera Quevedo en
sus grandes guerras con Góngora o Lope de Vega, quiso Gonzalo Rojas contestar a
esa técnica llena de ingenio y de gracia de los antipoemas que aquel escribe,
autosuficientes hasta la frivolidad, como los versos sin poema de Juan Cervera
Sanchís.
Si realmente supiera Juan Cervera Sanchís
que un poeta –como dijo el poeta norteamericano e. e. cummings– “está siempre
haciendo poemas en el regazo de la muerte” (porque, ya se sabe, a todo el que
busca el secreto del vivir le asaltan señales de muerte), no escribiría lo que
está escribiendo a modo de registro de las obsesiones y miradas de su
autoafirmación personal, que alcanza incluso cotas de sobrecogedora indignidad (al definirse incluso como
“hijo del Creador”, esto es, “hijo de Dios”, y a los demás seres humanos como
“carceleros”, “espejismos, ridículos y efímeros fantasmas”), como cuando
escribe:
EL HIJO DEL CREADOR
Hay manera de huir
por el hoyo negro de la
mentira,
mas no es
mi estilo huir
por ningún
hoyo negro
por negro
que éste sea.
Yo soy
hijo del Creador
de los
insospechados y prodigiosos
hoyos
azules del salvador Amor
y tengo
que seguir en pie y cantando
y esperar
que el reloj de la luz
marque el
segundo exacto de mi liberación.
Entre
tanto debo continuar entre rejas
y entre
estos carceleros con la risa en los labios.
Se que el
futuro es mío y yo soy del futuro.
Estas
gentes apenas son vacuos espejismos,
ridículos
y efímeros fantasmas.
No hay que
huir, no hay que huir de estas gentes
y menos
por el hoyo negro de la mentira.
Yo soy
hijo del Creador
de los
insospechados y prodigiosos
hoyos
azules del Amor,
y ya está
dicho todo lo que aquí está dicho.
(28-8-2015)
Un año
después, parece que el poeta recupera la fe en la especie humana, eso sí,
después de celebrarse a sí mismo una vez más:
CREENCIA
Sigo creyendo y creyendo
en lo que muy pocos creen;
sigo creyendo en los hombres
y creo y creo en las mujeres.
¿Soy yo el gran equivocado?
Soy yo el infante inocente
que cree y cree en el amor
y en la bondad de la gente.
Soy yo, yo y, porque soy yo,
creo en lo que nadie cree
y, en cada niño que nace,
se afirma mi fe en mi
especie
y creo con ella que, un día,
venceremos a la muerte.
(11-7-2016)
Es algo habitual en su obra y en su vida que un día le viene un ataque de misantropía y otro día le llega un gozo sincero de ser amigo del género humano, sobre todo de los niños, porque tienen –por decirlo con palabras del poeta argentino Raúl González Tuñón– "la inocencia sin prejuicios de la primera pureza y el espléndido caos, el delirio de la razón, la fantasía". Pero esto nada tiene que ver con la verdadera naturaleza de la vida, que enseña que la mejor forma de crecer es perder la ilusión de los niños. Si no fuera así, nada tendría sentido, todo sería irresponsabilidad y capricho, e incluso la experiencia de la muerte no provocaría una maduración en el alma, cuando es la experiencia más extraordinaria que nos hace crecer. Si acaso lo único que no debería perderse de la infancia es seguir contemplando el mundo con ojos maravillados. Nada más, y nada menos.
Es algo habitual en su obra y en su vida que un día le viene un ataque de misantropía y otro día le llega un gozo sincero de ser amigo del género humano, sobre todo de los niños, porque tienen –por decirlo con palabras del poeta argentino Raúl González Tuñón– "la inocencia sin prejuicios de la primera pureza y el espléndido caos, el delirio de la razón, la fantasía". Pero esto nada tiene que ver con la verdadera naturaleza de la vida, que enseña que la mejor forma de crecer es perder la ilusión de los niños. Si no fuera así, nada tendría sentido, todo sería irresponsabilidad y capricho, e incluso la experiencia de la muerte no provocaría una maduración en el alma, cuando es la experiencia más extraordinaria que nos hace crecer. Si acaso lo único que no debería perderse de la infancia es seguir contemplando el mundo con ojos maravillados. Nada más, y nada menos.
Pero prosigamos. El colmo de la autoafirmación personal de Juan Cervera Sanchís lo encontramos en este
texto:
LEGITIMIDAD
Soy hijo legítimo
de la Luz y el Amor.
Mi madre fue la Luz
y mi padre el Amor.
Mi patria es la Tierra.
Mi bandera es el Sol.
Nadie lo ponga en duda.
Yo soy quien soy yo.
Yo y no otro, quien soy.
Agua y viento es mi voz
y siendo mía y muy mía
es de todos, ¡de todos!, como Dios.
(19-10-2016)
Estos versos dejan ver bien a las claras un silogismo realmente falaz,
cuya estructura podemos desglosar de la siguiente manera:
Premisa principal: Mía y muy mía es mi voz.
Premisa particular: La voz, como Dios, es de todos.
Conclusión: Dios es mi voz (o, lo que es lo mismo: mi voz es Dios)
¡Pura falacia, mejor dicho, puro delirio!
Y además, como es costumbre, dado que es un poeta-tahur, en este texto hace trampas: en el tercer verso, para evitar la sinalefa que hubiera impedido que el verso fuera un heptasílabo, esto es, en lugar de escribir: "Mi madre es la Luz", escribe finalmente:"Mi madre fue la Luz", con lo que el resultado no puede ser más anti-poético, por un lado, porque la Luz no es cosa del pasado, la Luz está siempre ahí, siempre es nueva, por los siglos de los siglos; y, por otro, más narcisista, al creer que él "fue" hijo de la Luz, los demás no se sabe muy bien. Y en el último verso fuerza el endecasílabo porque le salía un octosílabo si hubiera escrito: "es de todos, como Dios"; un refuerzo que resalta aún más su capacidad de creer enferma, esto es, su delirio, de que su voz tiene que ser ¡de todos!, a la fuerza, cuando hay y habrá legiones de personas que no se identifican ni se identificarán jamás con su tono, su trama, su textura, entre otras cosas porque su voz no les interpela, no les lanza hacia delante, hacia lo nuevo, hacia lo desconocido.
Y además, como es costumbre, dado que es un poeta-tahur, en este texto hace trampas: en el tercer verso, para evitar la sinalefa que hubiera impedido que el verso fuera un heptasílabo, esto es, en lugar de escribir: "Mi madre es la Luz", escribe finalmente:"Mi madre fue la Luz", con lo que el resultado no puede ser más anti-poético, por un lado, porque la Luz no es cosa del pasado, la Luz está siempre ahí, siempre es nueva, por los siglos de los siglos; y, por otro, más narcisista, al creer que él "fue" hijo de la Luz, los demás no se sabe muy bien. Y en el último verso fuerza el endecasílabo porque le salía un octosílabo si hubiera escrito: "es de todos, como Dios"; un refuerzo que resalta aún más su capacidad de creer enferma, esto es, su delirio, de que su voz tiene que ser ¡de todos!, a la fuerza, cuando hay y habrá legiones de personas que no se identifican ni se identificarán jamás con su tono, su trama, su textura, entre otras cosas porque su voz no les interpela, no les lanza hacia delante, hacia lo nuevo, hacia lo desconocido.
Instalado ya en las postrimerías, un
auténtico poeta no haría versos en forma de bromas (¡si al menos fueran
bondadosas!), sino que escribiría este tipo de versos:
“La manera que tienes
de irte despidiendo
de las cosas,
una a una, es también la de irlas
recibiendo
para hacerlas más tuyas
y liberarte, al fin,
de ellas y de ti,
en un acto de amor.”
O estos otros:
“Cuando has renunciado
a escribir el poema,
el sentirte ya libre
da a aquello que haces
el sabor de la vida
cuando no tiene objeto,
ni principio ni fin.
¿Qué podría importar
entonces el poema,
ante el gozo de ser
en el no ser?”
Estos sí son versos con poema. Son poemas
del poeta José Corredor-Matheos, de su último libro titulado significativamente
“Sin ruido”, publicado el año 2013, cuando contaba con 84 años.
No es el caso. Juan Cervera Sanchís parece que
prefiere seguir cantando y jugando en el casino del verso, cayendo una y otra
vez en la versaina declamatoria y en la puerilidad, inmerso en ese
“tradicionalismo” lírico (tan cercano al folklorismo), que puede entenderse a
la primera: ritmos fáciles, emociones fáciles, una sintaxis fácil, y que en
definitiva no es más que una especie de estupidización, que merece ser
despachada con un supino desdén.
Por esta senda, además, incurre
demasiadas veces en la injusticia, como cuando escribe estos versos:
MI CASA
Mi casa, mi única casa,
la única casa que tengo
y en la que siempre he habitado
en libertad con mis sueños,
y mi alma ya habitaba
antes de mi nacimiento,
y habitaré cuando muera,
es esa casa que tengo
y siempre he tenido yo
en el viento,
casa de puertas abiertas
a las alas del misterio;
que no quiero yo otra casa
que esta casa que yo tengo
sin puertas y sin cerrojos
y en libertad con mis sueños.
(2-5-2016)
Unos
versos que han sido escritos en una casa que no le pertenece, propiedad de su
hermana y de diez sobrinos (ya nueve, por la muerte de uno de ellos después que
él escribiera estos versos), donde se aloja por deferencia de ellos, que ya no
viven en ella. Por tanto, este poema es una ofensa porque supone un torpe e involuntario desprecio de familia, no sólo a una casa
que ocupa como invitado desde julio de 2013, fruto de los sacrificios de su hermana y de su cuñado, quien se marchó de ella dejando su espíritu enérgico y austero,
porque no hay cosa de esa casa en que poner los ojos que no sea recuerdo de él.
De hecho, desde que él murió, esa casa ya no tiene ese halo acogedor.
Por otro lado, es natural que Juan
Cervera no ha vuelto de México DF (donde estuvo viviendo 45 años) a su casa
materna, de ahí que no sienta esta otra casa en la que ahora vive como ese
espacio cerrado que protege frente al caos exterior. No es la casa de su
infancia o de su juventud, como sí lo es para sus sobrinos, por tanto para él
no es ese elemento cambiante donde es imposible volver a vivir una etapa
idílica. De ahí que cometa la frivolidad de decir que su casa la tiene en el
viento, que no quiere otra casa que esa que él dice que tiene, “sin puertas y
sin cerrojos y en libertad con mis sueños”. Que es como decir: sin ancla ni
fijado posible en ninguna referencia, como si no le sedujera la pertenencia a
nada ni a nadie, ni ahora ni nunca.
En fin, como siempre, Juan Cervera
Sanchís en sus quimeras, anclando toda su creación al marco de su nombre que ha
ampliado ahora con sus cuatro apellidos, a modo de sólidos escalones del ego:
Juan Cervera Sanchís y Rueda y Jiménez. Dato curioso, porque sus diez primeros
libros (los que van desde 1960 a 1967) los firma como Juan Cervera Sanchís, y
desde que se instala en México D.F. en 1968, todos los libros editados allí
hasta 1994 los firma como Juan Cervera, a secas, retomando su primer apellido
materno solamente en un libro publicado en su pueblo natal, Lora del Río, en
mayo de 1973 con el título de “Agonía del Azúcar”, retomándolo de nuevo en
1994 en la edición de una antología preparada por él con el título de “Poesía
de México y del Mundo” (Instituto Politécnico Nacional, México), y ya
definitivamente a partir del libro “Carcajadas”, editado en Lora del Río en
1998, no ya sólo porque es el año en que muere su madre, sino porque es la
manera de distinguirse en la red de Internet de Juan Cervera, el conocidísimo
escritor y director teatral español, especializado en teatro y literatura
infantil.
Sea como fuere, con el nombre
abreviado o alargado, Juan Cervera Sanchís no puede dejar de escribir porque si
se detiene, se alcanza. Y si se alcanza, puede llevarse un gran susto. La
verdad es siempre áspera y angulosa. Así que mejor no leer lo que dicen y hacen
otros, y continuar escribiendo versos sin poema, meros ejercicios que se pueden
comparar a las escalas que hace un pianista antes de interpretar una obra, y
que no tienen la ambición de una obra completa o seria.
Incluso la muerte de uno de sus
sobrinos, Francisco Trigo Cervera, acaecida el día 24 de agosto de 2016, le
sirve de motivo para escribir un poema, no dedicado a él naturalmente, sino
dedicado a él mismo, como no podía ser de otra manera, en un nuevo intento de
autoafirmación narcisista.
VIVOS
Que mis muertos no están
muertos, que mis muertos están vivos,
y están más vivos que nunca
en mi mente y en mi espíritu,
y no me abandonan nunca, y
siempre vienen conmigo
protegiéndome amorosos, noche
y día, de mi mismo
y de cuanto me circunda y
representa un peligro.
Que mis muertos no están
muertos, que mis muertos están vivos,
y me recuerdan quien soy y a
qué y para qué he venido
yo a este mundo, que yo, a
este mundo, he venido
a dejar una canción y unos
cuantos amigos
de esos que jamás te olvidan
y son siempre tus amigos
y nunca te dejan solo por
duro que sea el camino.
Que no, que no, que mis
muertos no están muertos:
¡que están vivos! ¡¡que están
vivos!! ¡¡¡que están vivos!!!
(6-9-2016)
Porque, ¿qué iba a decir de su
sobrino Fran, si apenas lo conocía de nada? ¿Cómo va a subrayar alguna
percepción de vacío, de ausencia, por él, que es lo que todo el mundo tiene
cuando alguien querido para ellos muere, esto es, cuando deja de estar donde se
esperaba? Porque su sobrino Fran tenía cuatro años y medio cuando él se marchó a México
DF, porque durante sus únicas y brevísimas visitas a Lora del Río en 1978 y
1980 en 45 años, apenas pudieron verse unos escasos ratos, y porque desde que
se instaló definitivamente en su pueblo natal en 2013, no llegaron ni a verse.
No obstante, parece dar a entender implícitamente en dicho poema que su sobrino
Francisco Trigo Cervera no cuenta para él más que como uno más entre sus
muertos “que no están muertos, ¡que están vivos! ¡¡que están vivos!! ¡¡¡que
están vivos!!!”. En otras palabras, Juan Cervera Sanchís tiene en cuenta la
muerte de un prójimo, una vez más, por amor propio.
En otras palabras, ante la muerte de
su sobrino, Juan Cervera Sanchís a su ya avanzada edad ratifica con este poema
que va asistiendo cada vez a más muertes, y que ha de convivir con las muertes
que incesantemente se producen a su alrededor, con las que hieren profundamente
(como la de su mujer) o con las que simplemente acontecen; va asistiendo cada
vez a más muertes de familiares y conocidos, y todos ellos –dice– le hacen
recordar quién es y a qué y para qué ha venido al mundo: a empalabrarlo,
dejando unos cuantos amigos o compañeros de juego, donde el juego es fácil
deducirlo que es aquel que hace de la vida un incesante sobreponerse a la permanente
amenaza de la muerte. En suma, la muerte de su sobrino le sirve, una vez más,
para autoafirmarse, con tal de exorcizar aquella muerte que debería importarle
en mayor medida, la suya, cuya experiencia por definición le permanece vedada,
como a todos nosotros.
¡No tiene remedio! En lugar de tener
voluntad de conocimiento, actitud ascética y profunda meditación sobre la
muerte, sobre ese “sitio del seguir” del que hablaba Juan Ramón Jiménez,
pensando en la dimensión siguiente tras la muerte; en lugar de verse centro o
eje como ser frente a la eternidad, mostrándose en diálogo consigo mismo, ante
los hombres, ante Dios mismo, como es lo natural y habitual en todos los que
llegan al último ciclo de su vida, llegando a encontrar la palabra necesaria, y
consiguiendo incluso la poesía más alta, Juan Cervera Sanchís continúa, por el
contrario, empleando el tiempo en juegos de palabras, a solas con el miedo de
saber demasiado bien dónde está, que combate con la risa cínica y la parodia de
sí mismo, porque jamás se piensa hacia dentro, único camino que hay para
librarse del personaje que a uno le ha dado la vida.
Si al menos hubiera llegado Juan
Cervera Sanchís, en su largo recorrido poético, al ejercicio mayor del poema
lírico como bagatela, nadería, nada, como hicieron algunos de los más grandes
trovadores de la Edad Media, tal el caso de Guilhem de Peitieu, quien tenía
como poética la siguiente divisa: “Haré una poesía sobre absolutamente nada”
(“Frai un vers de dreit rien”).
No entiende Juan Cervera Sanchís que
no debe condenar a nadie a escuchar lo que él tiene que decir, mucho menos
cuando tiene algo que decir y ya no sabe cómo decirlo con altura poética, dando
no más que astucias verbales de esbozo en esbozo, en una circularidad donde –en
la mayoría de las ocasiones– triunfa la tontería sensiblera, porque jamás busca
la representación de sus emociones en “correlatos objetivos”. Por el contrario,
se queda en lo que Macedonio Fernández llamó irónicamente el “arte culinario”:
el ritmo, la sonoridad de los vocablos y el ritmo de sus acentos, como si las
rimas y los versos hicieran a la poesía, cuando “se puede ser poeta sin
componer versos y versificador sin ser poeta”, como bien dijo sir Philip Sidney
en su “Defensa de la Poesía” (escrito en el lejano y, a la vez, tan cercano año
de 1580).
En definitiva, “música y rima son
accesorios dispensables: el poema es otra cosa”, como bien dijo el poeta
portugués de origen mozambiqueño Rui Knopfli.
(Juan Cervera Sanchís, en una cafetería de México D.F. tres días antes –11/07/2013– de regresar a su pueblo natal definitivamente, tras 45 años de estancia en la capital mexicana)
Lamentablemente, Juan Cervera Sanchís
en su retorno a su pueblo natal no ha elegido el camino de rescatar, liberar
esa parte buena de su extensa obra, porque parece estar desmontándola y
rebajándola, aplastándola con gangas y cascajos, empujado, arrojado al
autoplagio, a la clonación. Incapaz de atemperar su exceso declamatorio y
sentimental, con rasgos de histrión y bululú. Incapaz de agrandar la superficie
de los temas y, sobre todo, de cavar más adentro en su profundidad. Incapaz de
dar con la medida de la sobreabundancia, cuando un poema, un verdadero poema,
surge de vez en cuando… ¡de vez en cuando!
Falta, por tanto, que alguien se
adentre en su abundante obra escrita a lo largo de 56 años, y prepare una
selecta antología, seleccionando sus mejores poemas, que los hay -¡y cuántos!-,
a modo de gotas en un mar de excesos declamatorios y sentimentales, donde
abusa, por cierto, de los paralogismos y las epanadiplosis. Entre los
paralogismos destaca, por citar sólo un ejemplo, la inextricable conexión y
entrelazamiento de memoria y olvido, siempre a modo de cambiante filigrana.
Aunque es la epanadiplosis, esa
figura retórica que consiste en repetir, al principio y al final de un verso o
una estrofa, las mismas palabras, ya sea una o varias, la figura más utilizada
por él, al modo de ese ejemplo tan conocido de Federico García Lorca: “Verde
que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas”. Unos recursos que en Juan
Cervera Sanchís, por su abuso, sólo dan frutos vanos, sin profundidad ni
interior, como si fueran frutos de la desgana, del hastío de un frenético
poeta-tahur.
"Contra la gran tristeza de mi sombra
suelto mi risa, canto
y hago trampas y trampas,
soy Juan Tahur."
("Estoy aquí, ¡miradme!", México, 1971)
"Contra la gran tristeza de mi sombra
suelto mi risa, canto
y hago trampas y trampas,
soy Juan Tahur."
("Estoy aquí, ¡miradme!", México, 1971)
Digamos que su propio fulgor de poeta
lírico ha venido de golpe a consumirse, extinguirse, desecarse, aniquilarse por
sí mismo, teniendo ahora como único recurso el de afirmarse una y otra vez,
insolentemente, como si no confiara, al modo de un necio poeta vanidoso, que
“no va a morir del todo”, cuando bien debería saber que aunque todo esto sea
tan efímero, algo de su extensa obra quedará, por tanto, que no se preocupe,
que no va a ocurrir que, con el tiempo, el recuerdo de su obra y de él mismo
caigan en el anonimato, en la ignominia, esto es, en la “pérdida del nombre”.
En lugar de esperar que llegue el
buen poema, se conforma con lo primero que le llega, en un afán de querer
sobrepasarse ignorando cuándo un poema está hecho y cuándo sabe que termina,
sin importarle desbarrancar en el abismo de la mojigatería y de lo cursi, y, lo
que es peor, dándolo a conocer o publicarlo sin haberlo dejado dormir, sin
tomar distancia de él, aunque sea para huir del patetismo y la liviandad.
Motivos todos estos por los cuales
todavía no haya conseguido su obra ninguna reflexión profunda ni criterios
adecuados por parte de nadie, excepto contadísimas reseñas y panegíricos,
escritas piadosamente por algunos familiares y algunos amiguetes o “chamacos”
de ocasión. ¿Quién va a escribir bien de unos versos sin poema, de unos versos
con musiquilla que tienen un tiempo mínimo de caducidad: mueren nada más se
leen por primera vez? ¿Qué por qué mueren nada más se leen por vez primera?
Porque no comprende que el valor poético de un poema se encuentra en lo que ha
dicho bajo lo escrito, como bien refiere Julia Uceda. Porque hay juego, sí, hay
puesta en escena, pero, ¿dónde está el fondo?, como diría Saint-Beuve.
Juan Cervera Sanchís se limita a
montar el brioso caballo del “canto a mí mismo”, que se muestra siempre como
una autoafirmación que se sostiene aun en contra de las opiniones ajenas,
contentándose, por una parte, con la música gratuita, ya que teme –cómo no– el
silencio germinante, vivo, creador, y, por otra parte, despreciando el proceso
de ideación que va creciendo junto con el poema; despreciando, en suma, el
ruido del pensamiento.
Algo que ha repetido igualmente en el
ejercicio del periodismo durante tantísimos años en la ciudad de México DF, con
una mecánica pobre que fue de lo gacetillero a lo folletinesco, de ahí que no
sepa reconocer lo que merece ser estimado y considerado, porque no tiene ese
tipo de cabeza conceptual o pensante, o lo que sea. Muchos años cultivando ese
típico lenguaje que queda atrapado en una pura reproducción informativa, donde
“la lengua vive la vergüenza de confundirse, de perderse”, por decirlo con
palabras de Karl Kraus. No en vano, él maldijo en todas su cartas a sus
parientes y amigos, y a su madre durante treinta años (1968-1998), el trabajo periodístico
que le daba para comer y pagar las facturas cotidianas como una tarea
compromisoria y convenenciera. Una muestra más que evidente de que siempre se
guió en su labor periodística en México D.F. por el apresuramiento y la
incertidumbre (que sólo fortalecen el engaño), en lugar de la investigación y
la dilación (que fortalecen la verdad).
En suma, Juan Cervera Sanchís es un
poeta falto de afecto crítico por sus accesos de lirismo barato, complaciente
con los tópicos, por su afán de ser un poeta legible (aunque acabe siendo en
muchas ocasiones un poeta frívolo, creyendo volver sensato lo que no es más que
vano, de la misma manera que un poeta que se afana en ser profundo acaba siendo
enmarañado e indigesto, haciendo de la gravedad no más que una futilidad); por
su afán de querer hacer versos más accesibles, hacerlo todo facilón,
insistiendo en una ilusa trivialización del mundo y de la palabra; despojando,
en suma, la escritura del don de la correspondencia entre palabra y cosa para
convertirla en mera charlatanería; una facilonería que es guiada siempre por su
temperamento de urgencia, de manera que –parafraseando lo que dijo Góngora de
Lope de Vega– cada día sobre
zuecos de poesía baladí se calza espuelas, y le da un galope.
Incluso tiene el atrevimiento de contestar
o enmendar la plana, mediante lo que él llama “escarceos”, a coplas y dichos de
Antonio Machado y Rafael Alberti.
ESCARCEOS
1.-
“En el mar de la mujer
pocos naufragan de noche,
muchos al amanecer.”
Antonio Machado
...Pero yo, cosita rara,
jamás nunca naufragué
Juan Cervera Sanchís
2.-
“Dicen que el hombre no es hombre
hasta que no oye su nombre
de labios de una mujer.”
Antonio Machado
Yo soy un hombre
y un hombre siempre seré,
porque como tú soy hijo
de un hombre y una mujer.
Juan Cervera Sanchís
3.-
“Hago mis economías,
pero mis pocas palabras,
con ser de todos, son mías.”
Rafael Alberti
Yo soy un derrochador
que no tengo nada mío,
pero a mi alma de niño soñador,
mira tú, ¡ay!, mira tú,
le sobra y le basta con
tener, que no es tener nada,
la ilusión de un amor.
Juan Cervera Sanchis
(11-10-2016)
Antonio Machado y Rafael Alberti elaboran una poética de la
eficacia, con gran sencillez rítmica y fónica, siendo siempre fieles
ejemplarmente a un generoso ideal humano, por lo que cualquier hombre puede
hacer suyas las coplas de sus heterónimos respectivos Juan de Mairena y Juan
Panadero, en determinadas circunstancias. Juan Cervera Sanchís, por el
contrario, en sus escarceos vanidosos por dominar como otro Juan entre los
otros Juanes, persiste (como siempre ha persistido) en la gran línea de fuerza
de su poética: la fidelidad a su ego, que afirma una y otra vez, no de manera
reivindicativa, sino defensiva, porque tiene la mala conciencia de quien se
acerca al pueblo para sentirse
querido, por tanto, no sentirse odiado. Sus pseudo-coplas, por tanto, sólo
puede hacerlas suyas él mismo, porque no son adaptables a otros.
Como escribe Yvan Lissorgues en su ensayo titulado “La poética de
Juan Panadero” (publicado en el libro “Dr. Rafael Alberti. El poeta en
Toulose”, Université de Toulose-Le Mirail, Service de Publications, Série A-
Tome XXV, pp. 195-205; libro en honor del grado de Doctor Honoris Causa con que
dicha Universidad francesa honró al gran poeta gaditano el 25 de abril de 1983,
recogiendo el memorial de las ceremonias, actas del simposio y álbum de
recuerdos):
“Juan Panadero no quiere renunciar a su ser, diluirse, desaparecer
en los demás. Ya que se siente firmemente uno de tantos, quiere afirmar con
fuerza su personalidad para dar mayor vigor a su cantar:
Pero mis
pocas palabras
aunque de
todos, son mías.
No es poeta anónimo, tiene un nombre y reivindica sin falsa
modestia toda su hombría.”
Por otra parte, las coplas de Machado y Alberti, a través de sus
heterónimos Juan de Mairena y Juan Panadero, adaptan perfectamente el ritmo al
decir. Juan Cervera Sanchís, por el contrario, queriendo seguir entroncándose
en el rico folklore andaluz (que no ha profundizado a fondo), queriendo seguir
teniendo la espontaneidad primigenia de la poesía popular (que en alguna
ocasión sí ha tenido, pero que ya no, expresando cosas vanas e insustanciales,
metiéndose incluso a “esmaltar sus risas o sus lágrimas con adornos postizos”,
como diría Antonio Machado y Álvarez, padre del poeta), lamentablemente hace
uso de ripios al querer contestar o enmendar a Machado y Alberti, usa palabras
superfluas para completar un verso o lograr la rima fácilmente, restando al
texto intensidad y valor, y encima haciendo uso de conjunciones, relativos y
preposiciones (que, pero, a, y, porque … ).
Quizá le convenga recordar estas palabras de Antonio Machado y
Álvarez: “La falta de ripio es una de las verdaderas notas de la poesía
popular: el ripio es un primor que el pueblo desconoce. En tesis general, puede
asegurarse que copla, soleá, o seguidilla que tenga ripios no la ha hecho el
pueblo.” (“Cantes flamencos”, Buenos Aires, Espasa-Calpe, colección Austral,
1947, p. 16).
Hasta tal punto ha querido ser dueño
de sí mismo y no tener nada que lo distraiga de la escritura de estos versos
sin poema desde hace ya demasiados años, que se desprendió incluso de todos sus
libros, repartiéndolos –antes de regresar a su pueblo natal– entre sus
amistades mexicanas y el resto a la Casa de Andalucía de México D.F; así como
se fue desprendiendo de toda su correspondencia, incluida la mantenida con él
por su propia madre durante treinta años, tirándola directamente a la basura.
¿Por qué? No había ninguna necesidad. ¿O es que quizá siguió al pie de la letra
aquello que solía decir su querido León Felipe de que “los grandes poetas no
tienen biografía, tienen destino”?. Sea como fuere, nos parece que el desprendimiento
de su correspondencia no tiene perdón de Dios.
Por tanto, ¿cómo podría seguir
“cantándose a sí mismo” si hubiera tenido un gran éxito como poeta, si una
legión de admiradores lo hubieran celebrado como un gran escritor, inundando su
vida con agasajos, honores, compromisos?. Mucho mejor así: sin libros, sin
correspondencias (porque ello supone una mirada al pasado, y él dice mirar
siempre al futuro; además, el poeta no tiene biografía, tiene destino), con una
simple mesa como escritorio, unos cuantos cuadernos, unos bolígrafos y un
ordenador regalado, continúa empeñado en autoafirmarse en versos sin poema, que
él considera valiosos por el simple hecho de escribirlos, cuando no lo son ni
poética ni literariamente. Y lo peor de todo es que nadie se atreve a tener la
mínima sospecha de impostura.
A este respecto, lo peor no es que le
importe un bledo que su obra no despierte inquietud sino entre unos pocos
amigos y familiares ignaros (¿cómo, si no hay más que inercia?), que todavía no
haya sido tema de estudio, sino que continúe creyéndose a sí mismo objeto de
reivindicación siempre, esto es, continúe celebrándose a sí mismo, haciendo
siempre lo mismo con fácil satisfacción, sin dar la más mínima muestra de
descontento con su tarea creadora (que es lo más fecundo de que dispone un
escritor, en particular, o un artista, en general); forjando, en consecuencia,
lo sido a su medida, como título de linaje o como paradigma, cuando no es más
que un mercader de hilo repetido hasta el hartazgo.
Y es que la iteración a un mismo
nivel –según leímos en alguna parte, de autor no recordado– es signo de
esclerosis del pensamiento y ahogo de la voz.
Juan Cervera Sanchís prefiere
repetirse y repetirse hasta la extenuación, de manera que los resultados de una
iteración se utilizan como punto de partida para la siguiente iteración, sin
tener en cuenta jamás frases, reflexiones y pensamientos de otros. ¿Cómo
deslizarse, mediante la lectura, a la piel, a la voz y al alma de otros, si él
sólo se basta consigo mismo? Porque es significativo que a lo largo de su obra
apenas se encuentren citas literarias. No comprende –como dice el mexicano
Gabriel Zaid– que “todo autor es un segundo autor, todo texto es parte de un
intertexto. No hay nada original: todo lo publicado es un tejido de citas,
alusiones, parodias, homenajes, sin origen ni centro”. Por el contrario, parece
considerar Juan Cervera Sanchís que el
que recurre a las citas lo hace como recurso para inflar su imagen (lo que se
denomina: “darse más el pego”), con el único fin de hacerse el interesante o
parecer un erudito. Y aún más, como buen autologista, cuando se encuentra con
alguien que tiene más ideas buenas que él, acaba considerándole que es una
persona menos inteligente porque se esfuerza más por parecer brillante. Si no
fuera un autologista y, por tanto, fuera un tipo humilde, podría justificarse a
la manera como lo hizo Miguel de Cervantes en el prólogo de Don Quijote de la
Mancha, cuando dijo que era incapaz de remediar las cosas que le faltan a su
obra, “por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y
perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin
ellos”. Pero no es ni ha sido nunca el caso. En consecuencia, siempre que ha
cuestionado a quien cita a otros lo ha hecho por pura envidia.
No ha comprendido nunca Juan Cervera Sanchís que el pensamiento
sólo puede darse a sí mismo movimiento cuando viene de otro pensamiento
exterior. Así pues, la cita que encaja en la fluidez de una narrativa no sólo
sirve para añadir valor, sino que al mismo tiempo sirve para mostrar que lo que
uno escribe o dice no tiene aspiración alguna de novedad, porque lo que uno
piensa o dice ya ha sido pensado o dicho con anterioridad por otros, y casi
siempre mucho mejor.
Pero claro, Juan Cervera Sanchís es un autologista,
alguien que se basta a sí mismo para justificar todos sus actos, por tanto, no
quiere escuchar lo que otros han dicho o dicen, y no tiene más referencias que
las razones de su “yo” (que aparentemente patológicas son, en realidad,
lúdicas), porque eso parece bastarle para la seguridad de su conciencia, aunque
acabe arriesgándose siempre en caída, porque no tiene más base que su opinión
personal, cuya realidad no rebasa los límites de la propia conciencia, de la
más personal y subjetiva experiencia psicológica.
Un autologismo, por tanto, que jamás pasa a ser un
dialogismo, porque no tiene siquiera en cuenta la consideración hacia quien le
lee. Si lo tuviera no le daría la paliza al lector con sus versos sin poema
donde sólo trata de autoafirmarse: versos autorreferentes, autoalusivos, que
sólo hacen referencia a él mismo, mostrándose sin el más mínimo escrúpulo como
poeta-paradigma de la moral autologista, en el sentido de quien acepta la
Poesía, pero sólo valida la poesía que es buena, según su punto de vista, que
es el bueno. “Senectud, egolatría”, diríamos, invirtiendo el título de la obra
de Baroja.
Por otra parte, a su conciencia de
saberse poeta que se ha apartado extrañado y confuso de la corriente, hay que
añadir su psicología de “retornado”
a su pueblo natal, que no de “exiliado”, porque el verdadero exilio no
contempla regreso alguno. Y ya se sabe, cuando un emigrado vuelve a su lugar
natal busca lo habitual, lo que para él representa lo pasado, pero enseguida se
percata de que las viejas relaciones se han perdido completamente, y todo lo que
él ha mantenido en su recuerdo ya no permanece igual; por tanto, ya no hay
ninguna metáfora que pueda ayudarle a comprender lo extraño y ajeno sin que
deje de serlo. De ahí que acabe comportándose –por decirlo con unas palabras
prestadas de autor desconocido– como “uno de esos que vienen a casa y luego,
aun así, no vienen a casa, porque ahí no hay para ellos ningún ˝a casa˝. Y su
estar en casa está fuera, ante la puerta”. Es significativo que el lugar que ha
elegido para dormir y escribir en la casa familiar prestada sea justo al lado
de una gran ventana, contigüa a la puerta de entrada a dicha casa.
¿Para qué seguir engañándose y seguir
engañando a los demás? Por fin, un día lo confiesa sin tapujos:
ALLÍ
Aunque no esté allí mi cuerpo
mi alma siempre estará allí,
en la gran Ciiudad de México,
como un habitante más
de los de a pie, callejero,
de los que van en camión
y viajan en el Metro.
Sí, allí estará mi alma siempre,
aunque allí no esté mi cuerpo.
(18-9-2016)
Y ya para terminar, tres
advertencias, esperando que al leerlas no le ocurra lo que a aquel que, en el
lecho de muerte, se llevó tal berrinche cuando le dijeron que toda su vida
había estado hablando en prosa, que se murió de inmediato.
La primera advertencia es del poeta
extremeño Félix Grande: “los poetas que no se jubilan anticipadamente se autorepiten”,
porque “el lenguaje poético no tiene que ver con el hábito del trabajo, sino
con una coordinación de las emociones”. Es lo que se denomina la ética del
poeta, que “consiste, en primer lugar, en saber hasta dónde pueden llevarle sus
fuerzas, y no, por ejemplo, en perder el tiempo repitiendo el mismo poema o las
mismas imágenes en cuatro o cinco volúmenes, uno tras otro”, como bien dijo el
poeta Ricardo Paseyro.
Un poeta con ética escribe lo menos
posible, y si mucho escribe, tiene mucho recato, y antes de publicar poemas
inacabados, borradores, variantes, fragmentos, migajas, los pule, remueve,
depura y despoja, porque sabe su oficio, trabaja duro e investiga, porque no se
trata de encontrar una fórmula y repetirla permanentemente; y aún más, trata de
conseguir hacer desaparecer o enajenar el sujeto lírico (esto es, no llegar al
extremo en que ya no diga “yo”, sino al extremo en el que decir “yo” no tenga
ya importancia), para de esta manera poder alcanzar el grado más alto de la
auténtica poesía, aquel en el que uno se reunifica con el todo, en el que “ser
uno con todo, con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al
todo de la naturaleza”, como dijo Friedrich Hölderlin.
La segunda advertencia es del poeta y
ensayista mexicano Gabriel Zaid, quien dijo con gran lucidez que el gran
problema cultural de nuestro tiempo no lo provoca la gente que no sabe leer ni
escribir, sino la que no quiere leer y no para de escribir. Porque sólo la
lectura de la obra de otros autores podría permitirle rescatar lo que Lorca
llamaba la mariposa ahogada en el tintero.
Y la tercera y última advertencia es
del poeta chileno Gonzalo Rojas, quien escribió cuando tenía 92 años: “Los
poetas ignorantosos se quedan a media vela o no hacen nada, o son unos
reiterativos; creen descubrir todo el universo y no han ido ni a la esquina.
Hay que leer y leer por dentro”.
Unas advertencias que lamentablemente
–ya lo constatamos aquí– no le van a hacer efecto ninguno en su cura de la
desmesura (hybris), porque a estas alturas de la vida, a punto de cumplir 83
años, no va a aceptar (¡a buenas horas mangas verdes!) aquellas opiniones que
ejercen autocrítica, mucho menos va a hacer caso y a admitir a quienes están
bien y mejor informados que él, porque creerá incluso en su delirio, con miedo,
que están ahí para supervisarle y vigilarle, y él es un hombre libre, natural e
íntegro, que llama a las cosas por su nombre, “sin trampas ni cartón”, “fuera
máscaras y antifaces” (frases con las que titula algunas libretas de sus
últimos versos sin poemas); vamos, un “genio y figura hasta la sepultura”, que
no va a dejar de escribir nimiedades copionas, memeces precarias para llenar
huecos de autoestima, sin miedo a que venga esa palabra que trae consigo la
muerte.
Si al menos fuera totalmente consciente
de que “el poeta habla siempre dentro del círculo de la muerte”, como dijo su
querido León Felipe, quien añadió incluso lo siguiente: “La muerte está tumbada
a sus pies cuando escribe, esperando a que concluya. Y cuando ya no tenga nada
que decir, nada que confesar y nada que preguntar, la muerte se pondrá de pie y
le dirá cogiéndole el brazo: Vámonos”.
Por tanto, si la vida es la palabra,
la escritura, y mientras no se acaba el escribir, no se termina el vivir; si
“escribo, luego soy” (según sugestión de Georges Gusdorf, que puede decirse de
otro modo: “soy mientras escribo”), ¿por qué conjurar la muerte como si fuera
un silencio definitivo, si no lo es?
Antonio José Trigo