7/7/10

Una aportación poética al lenguaje del bosque (A propósito de Ernst Jünger)




Contrariamente a lo que ahora se enseña, esto es, a vivir en la condición de quien no se dirige a ninguna parte, enfoque basado en la arbitrariedad del sistema moderno que propugna una acción pragmática al referir exclusivamente la lógica racionalista, no faltan réprobos permanentes y resueltos que se dedican a reencontrar el “sentido de lugar” o, lo que es lo mismo, a tener una conciencia erguida y soberana y una actitud reverente hacia la naturaleza. Así Ernst Jünger con “La emboscadura”, toda una visión del mundo que, como alabanza del rebelde, del hombre caminando por los bosques de la libertad, tiene el valor actualísimo de ser toda una lección de poética, tan antigua como la historia humana, que se encuentra en los cuentos, en las leyendas, en los textos sagrados, en los misterios, de todas las épocas (1).

Jünger asegura de forma terminante que el irse al bosque, la “emboscadura”, es “adentrarse de nuevo en la originaria profundidad, haciendo del bosque un refugio, un templo, de cada árbol una imagen sagrada, dentro del cual es imposible vivir en el tiempo cronológico, sino en el tiempo primordial o, lo que es lo mismo, en el ser sobretemporal, entre otras cosas porque el bosque no es un espacio profano, homogéneo, geométrico, sino el lugar elegido para esos encuentros con la realidad interior, donde uno siempre “está a cubierto”. A este respecto, “hay bosque en los despoblados y hay bosque en las ciudades; hay bosque en el desierto y hay bosque en las espesuras; hay bosque en la patria…” (2).

El bosque representa el “viaje al centro”, el viaje “interior” a la búsqueda del Yo, siempre espiritual, todo lo contrario de ese “Yo-burlador ante el espejo” que hoy se impone, acicalado hasta el alma con toda clase de elementos psicoestéticos y de control mental aplicados al universo del mercado; sometidos, según el caso, al sexo incompleto, a las letras de cambio, al consumo, a los automóviles, a la ciudad, a la amenaza de ruina, al desempleo, etc. “La gran experiencia del bosque (…) consiste en el encuentro con el Yo, consigo mismo, con aquel núcleo inviolado esencial que sostiene la apariencia temporal e individual” (3).

El bosque, pues, como único lugar, simbólico o real, donde el mundo de los hombres puede abrirse al mundo de lo inteligible. Ante todo, retirarse al bosque es volver a la naturaleza, al único lugar posible, hoy por hoy, de interacción del hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno y de otros elementos. Ir al bosque significa, por decirlo con palabras de Mircea Eliade, “el deseo de hallarse siempre y sin esfuerzo en el centro del mundo, en el corazón de la realidad y, en resumen, el deseo de superar de un modo natural la condición humana y de recobrar la condición divina” (4). El bosque como “instrumento” de recogimiento, de gozo, de sacrificio y de elevación.

Esta concepción del “santuario interno” que puede estar en todas partes y en ninguna, pero que es siempre el centro del mundo y que está siempre en contacto con una naturaleza salvaje (bosque, montaña, desierto, …), es una de las características de todas las culturas tradicionales. Basta recordar, a este respecto, aquellos bosques donde los númenes celtas se encarnan en los personajes del ciclo artúrico, ya que en el fondo, los cristianos de Bretaña, el País de Gales, Irlanda y la Alta Escocia, “injertaron la fe de Cristo en el roble de los druidas, según expresión del vizconde Hersant de la Villemarqué (5), por lo que nunca construyeron templos. “No hay —puntualiza Jean Markale— la menos referencia a templos construidos en los relatos épicos, irlandeses o galeses”. Todos los historiadores, desde Tito Livio, “se refieren a un lugar en un bosque, sin ninguna precisión de aspecto o de arquitectura” (6).

El bosque puede presentársenos, efectivamente como un lugar que, desde la espesura, nos ilumine y nos ayude a encontrar nuestro propio sendero. Se nos aparece, en suma, como un acicate a la acción espiritual y a la renovación transformadora de nuestro mundo. Ya lo decía San Bernardo: “los bosques te enseñarán más que los libros. Los árboles y las rocas te enseñarán cosas que no aprenderás de los maestros de la ciencia.”

Pero no es esto todo. De lo dicho se desprenden, es cierto, una serie de enseñanzas para ajustarnos en lo externo a los límites naturales impuestos sobre nosotros, a causa de la forma física que se nos ha dado, e internamente advertir nuestra capacidad para descifrar lo que vemos a nuestro alrededor, aceptar que la existencia es lo que es. Como decía Baudelaire. “La naturaleza es un templo donde pilares vivos musitan a veces confusas palabras: el hombre atraviesa bosques de símbolos que lo observan con mirada familiar”. De esto se deduce, por tanto, que la naturaleza no puede concebirse como una realidad cerrada, sino como un campo de creación de fuerzas, en las que cada forma, organismo o partícula, afectan, de algún modo, al orden entero, porque todas las cosas están relacionadas. Llegados a este punto deberíamos ponernos en guardia respecto a nosotros mismos, a nuestra capacidad de causar estragos a voluntad, de perturbar el equilibrio natural, de saquear los recursos naturales, de contaminarlo todo, de volvernos unos contra otros con furia inaudita, creyendo equivocadamente en toda clase de ideologías laicas, racionalistas y materialistas.

Esta es la realidad que hemos de comprender: el bosque representa nuestra fuerza y nuestra grandeza, nuestro más profundo ser. La naturaleza es para nosotros garantía de autenticidad, así como condición indispensable de nuestra unidad y nuestra libertad. Darle la espalda es desnaturalizarse, es traicionar nuestra más profunda esencia, es asestar un golpe mortal a nuestra parte integral de existencia, si partimos del hecho que expresa cómo nuestra relación auténtica con la tierra viene dada por lo que Heidegger llama el “habitar”, en el sentido de habitar en la tierra o en el ser, de donde es estar arraigado de modo natural en el mundo.

Así, dondequiera que uno mire dentro del bosque, descubre inevitablemente un orden y un equilibrio natural, y que todas las cosas desempeñan el papel que les corresponde para sostenerlo. Este orden es fluido y dinámico, con un movimiento continuo, y consecuentemente un reajuste continuo de fuerzas internas y externas que mantienen el “status quo”. En todo esto, sólo el hombre y sus acciones aparecen como estridentes y discordantes, como corolario de su necesidad de supervivencia. Ese actuar del hombre tiene un nombre hoy muy en boga: la “ecología”, presentada como la ciencia de los complejos superindividuales o la ciencia de los seres vivos, en tanto miembros de la naturaleza, en tanto se considera a ésta como un todo o unidad. Como consecuencia, la aberración más común de cierto “ecologismo” es la de reducir al hombre a una especie de “buen salvaje.”

Si se mira a la totalidad del bosque o a un organismo simple o a la más pequeña partícula, encontramos que las formas de las cosas no terminan en su silueta física, sino que se extienden más allá de ellas, dentro del ambiente que los rodea.

Por ejemplo, un árbol es algo más que una masa irrumpiendo en el espacio. Si reflexionamos por un instante, descubrimos que “lo vegetal” va más allá del ser vivo que tenemos delante. Es parte del árbol, tanto sus ramas y su tronco, como lo son su leve, impalpable crecimiento, la manera en que se encorva cuando hay viento, la manera en que se mueven sus hojas según la orientación solar, etc. Estas y otras cosas son tan esenciales para un árbol como su forma física. Y cualquiera otra criatura habría servido de ejemplo.

Otra cosa que está bastante clara al observar los fenómenos naturales, es que todo está determinado, no hay lugar para la elección, porque no hay nada casual. Un árbol no tiene otra opción que comportarse tal como lo hace. Los pájaros no tienen elección en cuanto a sus vuelos, y lo mismo se aplica al reino mineral sobre la superficie del bosque. Cada criatura está limitada y definida por lo que es, a ser lo que es. Y gracias a que cada criatura y forma son como son, el equilibrio se mantiene. Todo se somete por naturaleza al orden y al mismo tiempo participa en su preservación.

Ahora bien, puesto que esto es la realidad de todas las cosas en la existencia, debe ser también verdad en el caso del hombre, porque es inconcebible que rompamos la ley universal.

Partiendo de esta base, es evidente que no hay más salida para no ceder a nuestra capacidad productiva, que la de recuperar nuestra cualidad existencial, volviéndola a poner en su sitio, con nuestros límites y nuestras responsabilidades. En este contexto, ¿por qué no reencontrarse con la geomancia, esa antigua ciencia de vivir en armonía con la tierra mediante la comprensión de las influencias sutiles de cada aspecto del paisaje? Esta habilidad geomántica, este poder para nombrar, describir, expresar la naturaleza, es lo que nos da superioridad sobre las otras criaturas.

Esta inevitable conclusión ha estado siempre ahí, a nuestra disposición, junto con el conocimiento de la verdadera imagen de la existencia. Pero es sólo, en la medida en que segregándose del mundo, dejamos tras sí el sueño de la razón y nos vamos internando en la espesura del bosque, “do mana el agua pura”, como decía San Juan de la Cruz, cuando podemos aprender qué es ser humanos y descubrir lo que, de hecho, es nuestro modelo natural orgánico.

El bosque, en este sentido, puede ser un paraíso o una prueba o ambas cosas a la vez. No obstante, fuera de esto, hay en todo lo relacionado con este tema una parte de simbolismo que no es muy difícil discriminar, pero que nos vamos a ahorrar ser más prolijos en nuestro comentario. Es sabido, por ejemplo, cómo en la arquitectura es, sobre todo, donde el bosque se manifiesta en todo su simbolismo religioso, en el fondo, cosmológico. El bosque como lugar en que “se entrecruzan y se aúnan el movimiento y el reposo” (el lugar Godenholm) (7), al igual que sucede con el Monasterio o el Castillo, que los autores de literatura fantástica nos conducen a situar, una y otra vez, en el centro de nuestra mente, recordándonos que el comportamiento sin restricciones, el consentimiento descontrolado de los apetitos que nos acechan, son antinaturales y nos esclavizan en nuestras ciudades.

Por otra parte, la condición oculta, cubierta, velada, silenciosa, secreta del bosque, es análoga al límite de nuestro propio espíritu, de la misma manera que la altura de una montaña, esa Montaña Análoga que René Daumal describe, con su cúspide inaccesible pero con base accesible, porque “ha de ser única y tiene que existir geográficamente. La puerta de lo invisible debe ser visible” (8).

Ir al bosque, en suma, es introducirse en un mundo distinto y original, en una “realidad no ordinaria”, donde reina una intensa claridad. Muy al estilo alquimista, podríamos llamar “proceso” a esta experiencia, en virtud de la cual nos adentramos en una realidad distinta. “Ad obscurum per obscurius , ad ignotum per ignotius” (“a lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido”). Ir al bosque expresa la personificación del Camino del Autoconocimiento y de la Purificación, tema, por cierto, que Dante desarrolla hasta su última expresión en “La Divina Comedia”. No en vano, se sitúa al principio en el bosque oscuro (“selva selvaggia”), donde posteriormente va a encontrar a Virgilio, con quien iniciará el viaje a través de los mundos. Dicha elección de Virgilio no es casual. Como bien ha estudiado René Guénon, Dante elige a Virgilio principalmente por el recuerdo del canto VI de la Eneida, en el cual se describe el viaje de Eneas, conducido por la Sibila a través del bosque, para coger la rama de oro antes de intentar la peligrosa jornada a la Mansión de los Muertos (9).

Al igual que los ritos de paso iniciáticos, adentrarse en el bosque, “emboscarse”, supone, de un modo u otro, la experiencia de la muerte: es morir a una determinada existencia para acceder a otra. En el ejemplo que nos ocupa, es morir al humanismo cientificista que nos rodea, para acceder a una conciencia interna real: la que hace posible la experiencia abrumadora de sentir al universo como una serie cíclica de expansiones y contradicciones, con tal de negarse a considerar, de una vez por todas, a lo real como absoluto, con tal de oponerse al irreconciliable dualismo de la unidad y de la multiplicidad, de la identidad y de la alteridad, de lo condicionado y de lo incondicionado, de la existencia y de la esencia, de la presencia y de la ausencia, de la sustancia y del accidente, de la materia y de la forma, de la potencia y del acto, de lo sensible y de lo inteligible, etc., puesto que ambos fundamentos son manifestaciones de una única energía.

Pero el bosque, como centro del ser, es también un refugio: de enamorados, de eremitas, de salvajes, de rebeldes o de locos, como queda manifestado en las grandes obras de imaginación del Occidente medieval, porque —como observa Paulino Arguijo de Estremera— “en esos bosques inmensos, el eremita de Occidente encuentra, como su homónimo de Oriente lo ha encontrado en el desierto de Egipto, el espacio infinito que pueda contener el amor sagrado, el fuego místico. En el Occidente medieval hay un movimiento visible de huída hacia esas solitarias florestas” (10).

Sin embargo, hay que advertir que dicha huída al bosque no es más que una aventura heroica y guerrera, la búsqueda de una experiencia sensible, nada más lejano pues, que esa búsqueda de “sentimentalismo primaveral”, insípido, con que el dominguero urbano de hoy quiere culminar su proceso de desacralización y materialización, de enajenación y ruina interna.

El hombre que se retira hacia el bosque no es pues un cobarde que huye, sino un rebelde, en el sentido que Jünger da: rebelde es todo aquel “al que la ley de su naturaleza pone en relación directa con la libertad, relación que le arrastra en el tiempo a una revuelta contra el automatismo, y a un rechazo a admitir su consecuencia ética, el fatalismo. (…) El rebelde está contra todos los automatismos. No se siente bien en ningún sistema” (11), entre otras cosas, porque no considera realidad absoluta la imagen de su “yo” adquirido. Si no hubiera más que esto, no tendría otra opción que la de ser esclavo de la identidad que se impone a sí mismo, tal como es la suerte de la gran mayoría de personas que le rodean, impenitentes, pertinaces y obstinados en hacer de la naturaleza un mecano, un puzzle de “parques naturales” aislados unos de otros (tal como pretende el humanismo liberal-capitalista), o en hacer de la tierra un instrumento de la actividad “genérica” del hombre (tal como pretende el comunismo).

Por tanto, al rebelde que se retira hacia el bosque escapa de una existencia autodestructiva, reconociendo consciente y constantemente la realidad que permitió su existencia. Es la figura del Anarca que Jünger define de la siguiente manera: “ama la derrota y rechaza el optimismo de la tradición anarquista, lo mismo que a su idea de liberación de la humanidad, repertorio ambos del siglo de las luces”; se reserva siempre “el derecho a examinar aquello para lo que se le pide asentimiento o cooperación”; “desciende a aquellos manantiales de la moralidad que aún no han sido repartidos por los canales de las instituciones” (12), porque reconoce que la moral no es algo impuesto sobre el hombre por conveniencia social, sino algo que es inherente a él mismo y que su forma de ser requiere para el funcionamiento apropiado de la vida social. Todo lo contrario que ese anarquista atrevido, desvergonzado, sin conciencia y orgullo que Max Stirner había prefigurado en “El único y su propiedad”, dedicado exclusivamente a un logro vano de interminable gratificación evasiva de la forma de personalidad que sólo recibe negación y rechazo, porque la experiencia del mundo es hostil, extraña y temerosa, de donde se alinean y alienan en una “unión de egoístas basada en el respeto a la crueldad de cada uno”.

Por otro lado, el universo del rebelde no utiliza categorías demasiado definidas, pues el espíritu rebelde se resiste a permanecer encerrado en un marco estrecho del que no podría evadirse. Y en esto estriba la gran diferencia que hay entre la búsqueda instintiva de una respuesta a los grandes problemas metafísicos del hombre y la búsqueda de una experiencia sensible: que en ésta, el elemento psicológico es secundario. Basta recordar los relatos del ciclo artúrico y sus derivaciones medievales y posteriores, para constatar lo que decimos.

En resumidas cuentas, el rebelde, al igual que los caballeros de aquellas epopeyas, tras los preparativos y las despedidas para esa huída a lo desconocido, debe vencer al miedo. Si en aquellas historias de héroes, de duendes y de magos, el miedo se personificaba en la figura de un dragón (símbolo, por cierto, de la “putrefacción”, según los alquimistas), el cual debía ser vencido por el caballero, habituado como estaba a pensar por sí mismo, a llevar una vida dura y a actuar de manera autócrata, actualmente Jünger identifica dicho miedo con la nave Titanic, una embarcación que se desplaza con un movimiento rápido y que al final naufraga, aunque también con Leviatán, dentro de la cual los hombres no son más que pasajeros que “se precipitan en su miedo cual si fueran unos posesos y que subrayan con franqueza y sin rubor los síntomas de ese miedo”, una ve que se encuentran en presencia de la catástrofe y en el interior de ella, pasto de toda clase de automatismos y angustias. Dicho miedo es siempre el mismo en todos los tiempos, porque es miedo a la aniquilación, es miedo a la muerte (13).

De esta manera, si “Todo es —como dice Jean Cau— la afirmación de esa Nada, basta con avanzar, y el bosque se abre con una docilidad amorosa y aterrorizada” (14). Basta ponerse en camino, libre de todo prejuicio positivista, para, al fin, poder llegar. Sin embargo, como Jünger aconseja, no debemos descuidar los caminos transitables mientras nos dedicamos a meditar sobre las rutas extremas.

No obstante, sea cual fuere la significación atribuida a la segregación en el bosque, lo cierto es que el hombre que se adentra en su espesura no se encuentra ya en un mundo profano, pleno de inconsistencia, disolución y desorden elemental, sino en el último bastión que tiene todavía frente a sí, pleno de esplendor, solidez, firmeza y armonía.

Hasta aquí es donde podemos llegar. La conciencia de nuestra difícil situación es un paso esencial, pero sólo el primero.

Para escapar de la tiranía que nos hemos impuesto a nosotros mismos, de este deambular de sonámbulos en un mundo constantemente dominado por el oscuro despliegue de actos inconscientes, es necesaria una transformación básica, con tal de conseguir una conciencia interna real y una aceptación de la verdadera naturaleza de nuestro entorno y de lo que está más allá de él y escondido dentro de él. Sólo entonces podremos ver refulgir esplendorosamente el sol en medio de la noche. Mejor dicho, las tinieblas dejarán de ser para nosotros oscuras y la noche nos lucirá como el día: para nosotros, definitivamente, la oscuridad será lumbre clara (15).

Sin embargo, es importante saber que la única capacidad interna que tenemos para reorientarnos en el mundo es el lenguaje, el cual, como afirma Jünger “no vive de sus propias leyes; si así fuera, el mundo lo dominarían los gramáticos”. El lenguaje nos da interioridad y posibilidad de reflexión y concentración y una conciencia interna que no posee ninguna criatura. “El lenguaje —como continúa diciendo Jünger— habita en torno al silencio a la manera como el oasis se emplaza alrededor del manantial”, de donde es posible pensar que así las palabras, adentro tornadas, descubriremos su tesoro escondido bajo la estructura del lenguaje, junto al ascua de algún cuento, en el mural de algún mito, en el polvo de todas las historias, “haciendo salir de su tesoro cosas nuevas y antiguas” (“thesauro suo nova, et vetera profhens”).

Si “las palabras van moviéndose con la nave, el lugar de la Palabra es el bosque” (16). Pongámonos, pues, en camino y llegaremos.


Antonio José Trigo


NOTAS:

(1).- Ernst Jünger, “La emboscadura”, Ed. Tusquets, Barcelona, 1988. La definición del término la refiere Andrés Sánche Pascual, su traductor, de la siguiente manera: “En alemán dice Der Waldgang. La palabra Waldgang (compuesta de Wald, bosque, y Gang, marcha, andadura) es tan sencilla y tan directamente comprensible que los diccionarios normales no la traen. Lo mismo ocurre con Waldgänger, el que se va al bosque, el hombre que ejecuta la emboscadura” (pág. 12-13). Véase también el extracto “La retirada hacia el bosque” de Ernst Jünger, aparecido en la revista “Punto y Coma”, Nº 8, Octubre-Noviembre de 1987, Madrid, pág. 56-62.

(2).- Ernst Jünger, “La emboscadura”, ibidem, pág. 140.

(3).- Ernst Jünger, “La retirada hacia el bosque”, ibidem, pág. 61.

(4).- Mircea Eliade, “Imágenes y símbolos”, Ed. Taurus, Madrid, 1979, pág. 58.

(5).- Hersant de la Villemarqué, “El Misterio Celta”, Ediciones de la Tradición Unánime de José J. De Olañeta, Editor, Barcelona, 1984, pág. 32.

(6).- Jean Markale, “Druidas”, Ed. Taurus, Madrid, 1989, pág. 142-143. En este mismo sentido, pueden extraerse más conclusiones leyendo esa inolvidable obra de Sir James George Frazer, “La rama dorada”, en Fondo de Cultura Económica, México, 11ª edición, 1986, preferentemente pág. 138-154.

(7).- Ernst Jünger, "Visita a Godenholm”, Alianza Editorial, Madrid, 1983.

(8).- René Daumal, “La Montaña Análoga”, Ediciones Alfaguara, S.A., Madrid, 1983, pág. 21.22.

(9).- René Guénon, “El esoterismo de Dante”, Ed. Dédalo, Buenos Aires, 1976, pág. 56-69.

(10).- Paulino Arguijo de Estremera, “La epopeya del bosque”, en la revista Punto y Coma, Nº 9, Febrero-Abril de 1988, Madrid, pág. 42-47.

(11).- Ernst Jünger, en “Entrevista con Ernst Jünger”, por Jean Luis Founcine, en revista “La Nouvelle Revue” de Paris, Nº 3, Septiembre 1985.

(12).- Ernst Jünger, “La emboscadura”, op. cit., pág. 149-150.

(13).- Ernst Jünger, ibidem, pág. 65.

(14).- Jean Cau, “El Caballero, la Muerte y el Diablo”, Ed. Nuevo Arte Thor (Col “En Laberinto”, Nº 19), Barcelona, 1986, pág. 26.

(15).- “Salmos”, 138 (139), 12.

(16).- Ernst Jünger, “La emboscadura”, ibidem, pág. 168-171.



[Artículo publicado en la revista “Aleph”, Nº 74, julio-septiembre 1990, Manizales (Colombia); y en “Escritos”, revista de la Escuela de Educación y Humanidades de la Universidad Pontificia Bolivariana, Nº 21, Vol 8, Agosto de 1990, Medellín (Colombia), pág. 107-115].