17/1/09

La poesía fue una vez una realidad sin nombre, ahora es un nombre sin realidad


La poesía fue una vez una realidad sin nombre, ahora es un nombre sin realidad


Pocos poetas salen a la calle y sienten miedo: algo telúrico. Miedo a la intemperie. Pocos han visto cómo la naturaleza muestra su dominio en medio del desmadre. Pocos saben de los vientos y los mares de leva, de la desfachatez de las palabras, el diálogo con lo invisible y el placer interior, porque, como dice Roland Barthes, “asumen la poesía no como un ejercicio espiritual, un estado de ánimo o una toma de posición, sino como el esplendor y la frescura de un lenguaje soñado” (1). Se hacen la ilusión de que inventarán la expresión desnuda y horra de alusiones concretas y existentes, pagados como están de sus mismas comodidades, obsesionados siempre por su propia enajenación, entregados al romanticismo del vuelo, a la ilusión exasperada de su propio poder, “panoramizados” siempre según una perspectiva generacional o escolástica, donde el ninguneo cuartea las mejores voluntades. A pocos guía la meteorología, esto es, esa cantidad de indicios que en el clima y los elementos se producen para anunciar lo que vendrá.

Aluden, aluden, no se cansan de aludir; es la seña de la extrema cobardía del relegado. Witold Gombrowicz expresa con claridad este fenómeno: “el poeta no toma como punto de partida la sensibilidad del hombre común sino la de otro poeta, una sensibilidad ´profesional´ y, entre los profesionales, se crea un lenguaje tan innacesible como los otros dialectos técnicos; y, subiendo unos sobre los hombros de otros, forman una pirámide cuya punta ya se pierde en el cielo”, de donde es posible definir al poeta profesional “como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos” (2). Siempre la misma trillada rima, el recomienzo de un ciclo siempre redundante. La poesía como discurso republicano, según dijo Friedrich Schlegel en el siglo XVIII: un discurso que es él mismo su propia ley y su propia finalidad, y que hace del poema un sistema verbal objetivado que no pide ser descodificado por la lectura: el tema del poesía es el poema, la poesía es conocimiento de sí misma, el poema se cierra sobre sí mismo, en el orden de un desplazamiento que lleva al poema a desarrollar un juego de lenguaje por el cual el poema vendría a ocupar el lugar de su soporte, de la misma página en blanco, revolviéndose en un genial retruécano para reducir su enunciado al puro acto de la enunciación. Es la desconfianza misma.

Algunos, al mismo tiempo que consideran a la poesía como una manera de oración, de consagración y celebración de las cosas, consideran que los poemas son la constatación de un largo fracaso, que realmente ninguno de los libros que han publicado les pesa y, al mismo tiempo, hubieran querido no escribirlos. Hay justificaciones para todos los gustos. Alain Bosquet llega a decir: “la poesía no habla sino de poesía: esto es su madurez y esto es su decadencia”. Peter Handke, por otra parte, sentencia: “sólo lo dicho con voz de fracaso, la palabra límite, será oída en la eternidad”. De ahí que para muchos sea posible compatibilizar, por un lado, las expansiones verbales, sonoras, rítmicas y semánticas, y, por otro lado, la austeridad, el acento más desolado, el más desengañado latido vital como temas conductores del discurso. En otras palabras, la trayectoria de esta poética va de la inspiración a la exhalación.

Quitándole hierro a cualquier posible intención testimonial, el poema se entiende como un juego superfluo, una forma de esterilidad, como una reivindicación exasperada y completamente inútil, un estado personal e ineficaz de insurrección (“insurrección solitaria”, como diría Carlos Martínez Rivas). Siendo el poeta, por tanto, el gran insurrecto con su tiempo y con las circunstancias, de donde no le queda más que explorar el mundo de la temporalidad, ya sea personal o histórica, con ironía, pasionalidad, morbidez, y construir su propia fortaleza de palabras, producto de un riquísimo producto metabólico de culturas. El poeta, en definitiva, como un “horrible trabajador” (Rimbaud), por su permanente, inevitable, casi idílica relación vital con la poesía, de cuyos viajes al alma enferma y hosca nos trae el recuerdo de infernales y negras ceremonias, dando paso a toda clase de llamamientos de ahogado, de desesperadas emergencias, porque para el poeta escribir es un “oficio tenebroso” y no hay otro oficio; la escritura se siente riesgosa si no culpable.

La poesía, por tanto, como crónica de un suceso redundante, como consuelo cínico y, por extensión la escritura como una experiencia sin objeto preciso, pero indispensable. En este contexto, los poetas, desvalidos y fracasados, asumen su agónico quehacer con las palabras y en ocasiones mueren sobre el escritorio durante el cumplimiento de su fútil deber.

Es la banalidad del poeta la que ejerce un dominio sobre el lector y proporciona a la obra su fuerza. Ya que si la poesía es banal, entonces esto es enormemente peor que la posibilidad contraria, de que la poesía sea sagrada. La extensión de esta tesis es que somos absurdos y el poeta y la palabra no libran combate entre sí en el acto poético. Es preferible creer que la obra poética es la peor derrota que jamás sufriera el poeta a manos de la palabra. Este pensamiento ofrece más vida que si asumimos que los poetas son peligrosos, traidores, y no sumamente solidarios.

Ya Oswald Spengler había vaticinado al respecto: “Hay sólo escasos y extravagantes rezagados de una lírica acabada que se han expuesto a peligrosas circunstancias y a las más peligrosas amarguras, errores y atrevimientos, y que alambican sus creaciones. Esto produce una tensión en el interior de la personalidad y con ello un énfasis en las imágenes, una trascendencia de las palabras, una lógica de colores y tonos, que es peligrosa y conduce finalmente a la monstruosidad” (3).

Es cierto, en todas partes la poesía es más bien hermética y poco accesible al común de los mortales, lo que se resume en la que explicación que el poeta Oscar W. L. Milosz dio en su tiempo y que mantiene su actualidad: “Este pequeño ejercicio solitario no ha dado resultados por otra parte, en 999 poetas sobre mil, más que en hallazgos puramente verbales, constituidos por asociaciones imprevistas de palabras que no traducen ninguna operación interior, mental o psíquica” (4). Es en este sentido que pueden afirmarse, de una vez por todas, que la poesía fue una realidad sin nombre, y que ahora es un nombre sin realidad. Es más, por este mecanismo de sustitución, muchos reconocen (hasta la tautología) que después de los límites de la expresión poética, sólo queda la anulación de la poesía. No pocos acceden a los lenguajes trasverbales, muchas veces a partir de la misma lengua, porque para expresar ese mundo anterior a la palabra no es posible prescindir de la palabra, pero, eso sí, sin caer bajo su tiranía. Porque es verdad que usamos numerosas palabras sin un significado aceptable o real. No sabemos lo que estamos diciendo. No obstante, no nos queda más remedio que elevarnos hasta las palabras y beber de su luz, de manera que nuestro territorio sea edificado con imágenes, fundamentándolas en un centro propio, un centro abierto, no cerrado, no predeterminado, no ocupado, ni agitado: afrontando, en suma, disyuntivas desgarradoras. De lo contrario, se cae en la mitomanía del lenguaje de la poesía o en la retórica de la vanguardia.

Pocos cogen cierto tono y le dedican toda la energía. Hasta que se acaba. Coger el papel y tinta y no hay más. Es tan simple como eso. No es algo intelectual, sino sensorial. Tomar afecto por determinada combinación hasta que se acaba y entonces coger otro tono.

En general, hay mucha energía pero muy poco convencimiento. Es justificable, entonces, que muchos escriban con agriera. Si al menos fuera una forma de la ternura el mantener en público los pudorosos prismas del absurdo, el humor negro, los gestos acres o cáusticos. Pero ni eso. Fóbicos a la vida y refugiados en el purismo aséptico desde el que, para colmo, dogmatizan, según el protocolo establecido, sólo les preocupa acaparar esferas de actividad cultural y atrincherarse tras ellas. Adscritos al tatuaje de los consejos de redacción, en cuyo meollo se divisa el dictáfono a modo de dictador de modas, reclaman, con tacto espeso y nervios de soga —según la apoplejía social o política que padezcan—, asertos y consaguinidades en lugar de lucubraciones y esclarecimientos. En última instancia, de la pluma hacen escoba en casa ajena.

Panzudos y engolfados (porque su escritura sólo es una gimnasia de las vísceras), pierden luces y se desploman, arrojando su inseguridad entre el remedo crítico y la forma impostada. Con sus artificios, con su macrocefalia, transitan de lo creativo a lo especulativo, desde la comodidad de los esquemas y las falsas presunciones y claridades del pedagogo, lo cual bien lejos de constituir un progreso es exactamente todo lo contrario desde el punto de vista poético; encierra, no forzosamente, una desviación en sentido riguroso, pero al menos una relajación en el sentido de un debilitamiento, y esta disminución consiste en la negligencia y el olvido de todo lo que es “realización”, para dejar subsistir sólo una visión puramente teórica de la creación, cuando en realidad el supuesto teórico no empuja nunca a la búsqueda complaciente d la poesía. No parece que vayan a comprender nunca que de la poesía n se puede hablar en tono poético; que la poesía no puede parecerse mucho a la poesía; que el instinto poético es capaz de imitar la poesía, pero no de sustituirla y realizarla; que es un error no pedirle a la poesía más que percepciones puramente sensibles, puros sentimientos de la propia domesticidad de cada uno; que —¡ya está bien!— los melancólicos estetas dejen de estornudad al perfume de las lilas al caer el crepúsculo.

La poesía que se lleva (cieno palúdico) perece en el holocausto del tedio, en el estéril malabarismo verbal. Reivindica la vida cotidiana como tema, atenta a la experiencia superficial, a los hechos biográficos, a los distintos matices de ironía que la realidad ofrece. Definen un mundo que se derrumba. Pero nada de eso tiene que ver con la poesía.

Los que hoy dicen ser poetas respiran hondo y recuerdan insistentemente de dónde le llegaron los vientos, pero sin dejar que los vientos les lleven a la tierra, a la violencia, a toda su denuncia. Solitarios en su propia barca, un poco a merced del talento y unos pocos de lectores, de observadores, de amigos que son—pese a las duras pruebas de vulnerabilidad y aguante que deben padecer— irrestrictos en al admiración de su figura toda (“ese batiburillo informe de cortesías serviles y cobardes adulaciones”, de que hablaba Leopoldo Lugones; “ese cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites basado sobre un convento de mutua discreción”, según W. Gombrowicz). Por eso defraudan o conmueven pero nunca son ignorados. No se van a dejar… ni peligro.

Veteranos de corazón amargo, no se animan nunca a proclamar a viva voz el valor de algún gran poeta viviente, como si esperaran que muriera del todo alguna vez para hacerle algún homenaje en necrología retrospectiva y en fetichismo de coleccionista, con tal de ensartar entre los indicios sueltos: los alegatos juzgamundos que giran en la fácil y engañosa algarabía culturalista y en los pequeños comadreos, como si quisieran convencernos que el hombre no puede aguantar demasiada realidad.

En ese proceso inexorable el anhelo totalizante de pervivencia, de perduración, constituye uno de los núcleos centrales de todo el pensamiento y toda la obra de los poetas, justo dentro de ese enclave concreto que se reduce indefectiblemente a un enérgico y desesperado grito de autoafirmación, que “causa congojosísimo vértigo”, que diría Unamuno.

Pero el de aquí es otro tipo de violencia, más elemental, para nada intelectual. A la violencia no se la ve en sus obras, la rehuyen. Es más, siempre es sospechosa esa ira, esa negación, ese profetismo de gabinete, que forma parte del espectáculo. Si se desesperan intelectualmente, no saben cómo ejercer la ira. Se diría que se esfuerzan por mantenerse en pie, tan siniestros y sin toma de corriente, con tal de no saltar el buen sentido. “Lo único que son capaces de hacer, cuando se ven atacados es afirmar que la poesía es un don de los dioses, indignarse contra el profano o lamentarse por la barbarie de nuestros tiempos lo que, por cierto, resulta bastante gratuito” (5). Si sus muchas palabras les sirvieran para mantener, al menos, la palabra (de hombre). Pero ni hablar, se les ha erosionado toda posibilidad de rebelión, porque no son más que huéspedes de un mismo espejismo: la creencia de que la poesía (la escritura, en general) puede encarnar el mundo, de donde surgen, como consecuencia, toda clase de sospechosas declaraciones poético-religiosas, con sus dramatizaciones litúrgicas, como si la poesía fuera la piedra angular de una religión, la página en blanco el cielo; el poeta, por tanto, un elegido que busca analogías o imitaciones del infinito, para luego distribuirlas en migajas entre los hombres (la “poesía-limosna”, según Aldo Pellegrini, por oposición a la “poesía-exaltación”, que siempre condiciona una alta comunicabilidad más allá de las convenciones); el poeta, en definitiva, como un “pequeño dios”, por aquello de que es capaz también de escribir derecho en líneas torcidas.

En el fondo sólo desean dar vueltas como locos en torno a las prisiones en vez de derribarlas. ¿Qué falta, entonces? Autenticidad. Eso falta. Es una inmoralidad que haya tantos poetas vinculando sus espejismos cuando es de admitir como buenos a unos pocos y llévese el diablo los despojos.

Los mercaderes de la “gracia celeste” quieren sacar periódicamente su librito, escrito en su horario laboral, lectivo, del ocio, para ir envejeciendo en esa tarea. Como las quinceañeras, los poetas —según Jaime Sabines— “siempre están ensayando el vals de su presentación en sociedad”. Servirían mucho más a la sociedad en otros menesteres, que se integren más a la vida. En su incesante muequeo frente a la página en blanco se enfrascan siempre en las mismas hemorragias confesionales, en las mismas variaciones sobre alguna rememoranza del pasado y en las mismas reincidencias sobre el tema de la vida cotidiana, como si fuera posible llegar al conocimiento royendo sin parar los elementos básicos de la existencia, por la pregunta y la duda, lo cual se nos revela como la payasada neurótica de una gente para lo cual la existencia ordinaria es insoportable. Y es que, como dice Czeslaw Milosz, “los poetas asediados por multitud de deberes hacia la sociedad, simplemente no tienen tiempo para profundizar en la cuestión de la fidelidad de nuestras percepciones del mundo visible” (6).

Influenciados por todo tipo de inhibiciones (cobardía precoz, miedo al mundo, desafecto, odio, manía ambulatoria, delirio de persecución, egolatría), irritan sus llagas, relamen sus impotencias. Quieren ser los “ladrones del fuego”, pero son, en realidad, “los quemados”. En el fondo creen con Michel Leiris que el cortocircuito poético es fruto de la alianza “de un violento ardor de vivir, unido a una conciencia despiadada de lo que esto tiene de irrisorio”, lo cual no es más que una patética falacia.

El poeta auténtico sale con o sin libro, porque nunca creyó que un libro de poemas expresara un vehemente deseo de juntar los pedazos de lo absoluto desmenuzado en innumerables rostros, sino más bien que todos los poemas son de “circunstancias”, en el sentido que lo entendía Max Jacob cuando hablaba de “actualidades eternas”. Porque ha de disponer su espíritu para tratar de sentirlo, verlo y adivinarlo todo, para tratar de entender, de penetrar en la poesía de otros poetas, aún aparentemente antagónicas, enriquecer así, con esa experiencia, la suya propia, sin vocabulario disímil e intención oblicua. Ha de descubrir lo ya descubierto y… lo que está naciendo o por nacer.

Muy bien sabe, tranquilo en el himen de su propio caos, que no hay más que aventura sin gloria, resistencia desesperada, dura búsqueda de la verdad en el fondo de las cosas más humildes, perfeccionando la concisión de sus relaciones, transfigurando, en suma, lo visible.

No sabe describir lo que ve, ni lo que cuenta, ni lo que oye. Nunca utiliza las cosas reales para escribir, porque nunca sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. Insiste en imponer la artesanía de la aventura poética sobre el mercado de los siglos extintos porque es consciente de que las palabras no expresan al mundo, sino que aluden (interrogan, ordenan) a su experiencia del mundo, con desenfado, desvelo, despojo, porque sólo él salva de lo fugaz en las cosas la estación rotunda de la palabra, según una “necesidad carnal de ser lenguaje” (Alain Bosquet).

Lo que trata de registrar son las experiencias, pero no en el orden en que se producen —porque eso es historia— sino en el orden en que se le imponen por primera vez su significación. El resto —bien lo sabe— es una discusión poética que sólo puede hacerse por medio de poemas. No importa, incluso, que alguna ves reproduzca imágenes de impacto, de una textura mórbida, no para exasperar sino para flagelar, porque le sirven para urdir una búsqueda, una profunda preocupación por el hombre. Sin dejar de interesarse por lo formal, ahonda en los sutiles humores purulentos de la materia, le preocupa decir algo sobre la condición humana, regurgitar al hombre que tiene dentro. Insiste, pues, en devolver la altura de lo lejano, de lo diferente, de lo extranjero, en poner de relieve no lo que es episódico y sentimental, sino la monumental grandeza, lacónica, rígida, más que conmovedora, enigmática más que familiar, oscura y grave más que lisa y llana.

El poeta auténtico sólo sabe de limitaciones y de renuncias, y no elude nunca la cuestión de la muerte, porque la declaración subjetiva más lógica que uno puede hacerse es que está muriendo. El hombre empieza su vida viajando hacia la muerte. Al minuto de nacer está más cercano al fin de su viaje, más cercano a su muerte. Por tanto, no ofrece despojos para el desengaño, ni voluntad de perpetuarse. Tan sólo entretiene agonías. Inevitablemente se sabe, cuando escribe, su propia recompensa. Puede decir: “sí, es cosa nuestra la otra vida y ésta”, porque sabe ciertamente que si prestamos atención al “después de la vida” ganamos esta vida y el después de la vida. En cambio, si sólo prestamos atención a esta vida, perderemos ambas. De ahí que sepa estar en la vida con la dignidad del guerrero que no tiembla en la soledad de su derrota.

Al contrario que estos que convocan, con sus jueguitos enfermos, al “hada de la neurastenia, trágica luz de sus sueños” (como proclamaba Herrera y Reissing)
, el poeta auténtico no cree que es más profundo el artista cuanto más tremendo, cuanto más explota el “desarreglo de los sentidos” en el spleen hedónico, dejando una obra como testimonio esforzado de una cruenta inmolación en procura de franquear los límites, retratando hasta el hartazgo todo el desgarramiento y la desesperanza en el ámbito marginal y desacreditado, quejándose, en suma, de la falta de más fatalidad para seguir escribiendo.

El poeta auténtico cree más bien en aquel que sin dejar de ser dramático, entrega un mundo formal al cual se nos vincula con una esencial naturaleza, aquel que trata una “purificación de los sentidos”, para lo cual reniega de ese descenso a los infiernos de su propia condición, ve el rostro doliente de las cosas, palpa la dura realidad de la derrota, concilia lo deseable y lo posible. El resto es demagogia, pura lacayería.
Si ha de ir de sí, buscando el fulgor que le anega, y regresar sin él, trayéndolo; si desciende hacia el gran horizonte que engendra un símbolo de aire; si delibera a base de reconstruir la consistencia de lo pasajero, la textura de la emoción; si teje su vaivén cardinal, su marea aherrojada; si se aleja de la vileza del corazón que se ha vuelto de pronto viejo, y olvida; si rompe con el ruido, sopor y gregarismo del vivir uniforme, desencaminado, con “soberbia serenidad”; si marca y subraya el vacío; si busca ese espacio desconocido donde brillan los indicios del sendero, tan cubierto de insospechadas trampas, que conduce a la realización metafísica; si secretea las cosas entrañables; si expresa de dónde proviene ese deseo repentino de no ser más que uno dentro de la vida de todos; si contiene la inquietud de las caratuladas formalidades; si no confunde la poesía con esa enorme cantidad de libros de poemas desde su aparición a los días presentes; si —parafraseando a Octavio paz— habla con los otros al hablar consigo mismo (contrariamente a lo que hace el mal poeta que es hablar de sí mismo, casi siempre en nombre de los otros); si nunca pierde la fe en su testimonio, en su propia expectativa a corazón abierto, entonces, y sólo entonces, acierta la ascendida beatitud, sale purificado y dominador. Corazónmente testifica que no hay belleza distinta, más por ahora sólo puede sentir esa música rota que sube del regazo terrestre y cantar de lo que el día calla con burlas desdeñosas. Sus ojos encierran un mismo corazón. No hay nadie que le resista. Sus ojos encierran un mismo corazón. No hay nadie que le resista. Queda su canción, aún en silencio dignísimo, pues siempre hay tiempo para decir que lo que permanece no es lo que acontece, que el mundo, se quiera o no, es una danza que está siempre ahí, girando, girando, girando…. Lo demás no le hace falta. A él corresponde, ¡sin saber por qué!, la sangre del hombre y el ritmo de los astros.

Pocos como él asumen la tradición y aciertan lujuriosamente reinventarla, violando, para ello, el riguroso principio de la lengua y de los sosiegos míticos, porque, ya se sabe, para lograr gusto poético es bueno, a veces, pervertir el lenguaje o, lo que es lo mismo, lo bueno es enemigo de lo mejor, y el buen gusto es ciertamente el más atrincherado adversario de la escritura; y porque sólo cuando el poeta puede acceder a la expresión de sus fantasmas y puede asimilar una tradición y al mismo tiempo romperla en un proceso de continua búsqueda y universalidad, se puede hablar de poesía,

Su gloria está —parafraseando al gran poeta ecuatoriano César Dávila Andrade— en no pudrirse en los salones. Porque no es de esos que dejan para los fines de semana un rincón al deseo, al ritual decrépito, a la intención funambulesca. No participa del mecanismo excéntrico de las decapitaciones: ese mecanismo de quienes, en tiempo feroz, se abren sus propias cárceles mugrientas, se hunden en la desnivelación catastrófica, midiendo con lamentaciones la plenitud que les absuelve.

No es nunca modelo de nada, si acaso un indicador y revelador.

¡Ah cómo le coge el ansia de escapar, de salir de sí mismo, y del ardor al que también pertenece su obra, para determinar exactamente lo que constituye ese anhelo sin límites que gira hacia la luz, antes de cumplir con su destino, aún cuando esto le requiera muchas vidas! Es el hombre que se llama con la voz de todos los hombres del mundo, a los que vuelve, para recobrarse, mientras la palabra aclárase en la herida.

Escucha su pequeña voz apacible sin sobresalto alguno, a coro con las auroras y las nieblas, porque ya los hombres, con su vocación de ruinas, no le ocultan sus ceños, muecas y semblantes. Va a abrirles dócil, sus puertas. Al fin y al cabo, prestados a la eternidad, ¿quién sabe por qué espacios impunes se alcoba la tierna sinrazón de sus quimeras?

Apechuga cansancio, pero nada le impide recomenzar para darse y muy darse como transeúnte inquieto y ocasional, lejos, vertical, lejano de ese laberinto de patadas, de gritos, de polvo, de torpeza, que caracteriza a ese mundo de “santones que en la sombra manejan el oráculo” (Ezra Pound). Siempre entre los devorados, no entre los voraces, como quería José Martí, intenta llegar —aunque no llegue nunca— a la luz, al silencio, en definitiva, al espectáculo de los orígenes, porque sus interrogantes, en lugar de arrastrarse en las bajezas del concepto o desfigurarse bajo la risotada sarcástica de los sistemas, deben saltar en ritmos.

No quiere la comodidad; quiere el auténtico riesgo, en medio de las talanqueras del conformismo; quiere que su obra no sea más que una búsqueda y un terror de temibles expectativas, porque no vino nunca a dar soluciones, sino a devolver amplificado el eco de las preguntas, de las mismas preguntas de siempre. Por eso intenta siempre recuperar la sensibilidad hímnica, la embriaguez de nuestros comienzos, el alba de nuestras estupefacciones, con tal de volver a nuestros antiguos trances.

Continúa acostumbrándose a su misma sorpresa, tratando de escribir el mundo “desde la juventud de las viejas palabras” (Gonzalo Rojas), con tal de alcanzar nuevas gravitaciones de aclaración originaria.

Intenta la poesía de los momentos únicos, tal es la única poesía, porque los poemas pueden ser rechazados, olvidados, pero “no esos gritos, esos llamados, esas iluminaciones que los han hecho nacer”, como dijo René Ménard (7).


Antonio José Trigo



NOTAS:

1.- Roland Barthes, “El grado cero de la escritura”, Siglo XXI editores, Madrid, 1978, pág. 55-56.
2.- Witold Gombrowicz, “Contra los poetas”, en revista Quimera, nº 103-104., Barcelona, pág. 38-42.
3.- Oswald Spengler, “Pensamiento acerca de la Poesía Lírica”, en “El Hombre y la Técnica y otros ensayos”.
4.- Citado por Czeslaw Milosz, “Poesía: de Oriente a occidente”, en la revista Letra Internacional, nº 19, otoño 1990, pág. 57-59.
5.- Witold Gombrowicz, ibidem.
6.- Czeslaw Milosz, ibidem.
7.- René Ménard, “La experiencia poética”, Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela, 1970, pág. 33.


(Texto publicado por Ediciones Volatinero, Sevilla, octubre de 1991)